El 'hombre enfermo' tose más cerca
En una conversación mantenida en enero de 1853 entre el zar Nicolás I de Rusia y el embajador británico, sir Hamilton Seymour, el zar sugirió que era hora de que el Reino Unido y Rusia se pusieran de acuerdo sobre la repartición del imperio otomano en declive. "Tenemos en nuestras manos a un hombre enfermo", dijo el zar. "Un hombre gravemente enfermo. Sería una gran desgracia que un día de éstos se nos fuera de las manos, sobre todo antes de haber tomado las medidas necesarias". A pesar de que no ponía en cuestión el diagnóstico, Seymour sugirió que con un tratamiento adecuado el "hombre enfermo" tal vez pudiera recuperarse, aunque lo que se necesitaba era un médico y no un cirujano. Este desacuerdo entre el planteamiento de Rusia y el del Reino Unido condujo poco después a la guerra de Crimea, y a un largo y constante conflicto político.La expresión "hombre enfermo" se hizo famosa y, a pesar de las diferencias políticas, reflejaba la visión común de Europa acerca del estado del imperio otomano. Con la caída de dicho imperio después de la I Guerra Mundial podía decirse que el hombre enfermo había muerto y que le había sucedido su único heredero legítimo, la República de Turquía. Sin embargo, la imagen perduró.
Más recientemente se ha citado a menudo el declive del imperio otomano como paradigma del declive y la caída del imperio soviético en el Este de Europa. En efecto, hay un sorprendente paralelismo, tanto en el desafío como en el derrumbamiento. Durante algún tiempo pareció que era inevitable el triunfo del poder otomano -centralizado, disciplinado e inspirado en una ideología militante y expansionista- sobre una Europa débil, indecisa y dividida. Pero no fue así y, con el tiempo, los europeos se dieron cuenta de que el hombre enfermo estaba perdiendo su fuerza y su voluntad.
En el siglo XIX, el problema que el imperio otomano planteaba a Europa no se derivaba de su fuerza sino de su debilidad, y de la dimensión que esa debilidad le daba a las fuerzas enemigas, tanto dentro como fuera del imperio en decadencia. Fue en este periodo posterior cuando empezó a conocerse como la cuestión del Este.
El declive de los otomanos no se debió tanto a los cambios internos como a su incapacidad para mantener el ritmo del rápido progreso científico y tecnológico de Occidente, tanto en las artes de la paz como en las de la guerra, en el gobierno y en el comercio. Los líderes turcos eran muy conscientes de este problema y tenían algunas ideas buenas para solucionarlo, pero no podían superar las enormes barreras institucionales e ideológicas que se oponían a la aceptación de nuevos métodos y nuevas ideas. Como señaló un eminente historiador turco: "La ola científica rompió contra el dique de la teología y la jurisprudencia". Incapaz de adaptarse a las nuevas circunstancias, el imperio otomano se vio destruido por ellas, igual que el imperio soviético en nuestros días.
Al comparar el destino de los otomanos con las circunstancias actuales la atención se ha centrado fundamentalmente en los elementos políticos e ideológicos: las fuerzas explosivas del nacionalismo y el liberalismo, la bancarrota de las viejas ideologías, el derrumbamiento de las viejas estructuras políticas. De hecho, en todo ello los rusos han seguido el sendero que una vez pisaron los turcos y, si tienen suerte, encontrarán a un Kemal Ataturk que abra un nuevo capítulo en su historia nacional.
Pero hay otro aspecto del declive otomano que sugiere un paralelismo diferente con respecto a la actualidad. La crisis económica de Oriente Próximo, a diferencia de la de la Unión Soviética, no se debía a un abuso del control central, que, por el contrario, casi no existía. Había cierta regulación económica, sobre todo al nivel de las corporaciones gremiales y del mercado interior, pero en cuanto a movilización y despliegue de su potencia económica, el mundo otomano iba muy por detrás de la Europa occidental. Además, se había convertido en una sociedad básicamente orientada hacia el consumo.
El desarrollo del mercantilismo en la sociedad de consumo de Occidente ayudó a las compañías comerciales europeas y a los Estados que las protegían y las fomentaban a alcanzar un nivel de organización comercial y de concentración de las energías económicas desconocido y sin igual en el Este, donde -más por imposición de los hechos que por teoría- las fuerzas de mercado operaban sin restricciones serias.
La corporación comercial de Occidente, con la ayuda de unos Gobiernos con mentalidad de empresarios, representó una fuerza completamente nueva. Gracias a esta creciente disparidad del potencial y los objetivos económicos, los comerciantes occidentales, después los industriales y, finalmente, los Gobiernos fueron capaces de establecer un control casi total sobre los mercados de Oriente Próximo y, al final, incluso sobre importantes industrias de la región.
La industria textil de Oriente Próximo, que en su momento gozó de muy buena reputación en Occidente, se vio desplazada primero desde el exterior y después también en el mercado interior por productos occidentales fabricados más eficientemente y comercializados de forma más agresiva. Incluso el café y el azúcar, dos artículos que habían figurado de manera destacada entre las exportaciones de Oriente Próximo hacia Occidente, acabaron siendo producidos por las potencias occidentales en sus colonias tropicales y, en el siglo XVIII, gracias de nuevo a una producción más barata y a una mejor comercialización, pasaron del ámbito de las exportaciones al de las importaciones en la balanza comercial otomana con Europa occidental.
A finales del siglo XVIII, cuando un turco o un árabe bebía una taza de café edulcorado, lo más probable es que el café lo hubieran traído los comerciantes holandeses desde Java y el azúcar los comerciantes franceses o ingleses desde las Indias Occidentales. Sólo el agua caliente era de origen local. Con el transcurso del siglo XIX, ni siquiera eso era seguro, dado que las empresas occidentales dominaban los sectores eléctrico, de agua y de gas, en rápida expansión en las ciudades de Oriente Próximo.
En nuestros días, no es la antigua Unión Soviética la que padece este problema económico, sino más bien las sociedades de consumo de Europa occidental y, aún más, de Norteamérica, donde el comercio y la industria vacilan o fracasan en la lucha del mercado abierto contra el nuevo mercantilismo de unos competidores que han encontrado nuevos métodos para movilizar y desplegar el potencial económico de sus sociedades.
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