Moderados
Todo evoca, cuando de socialistas se trata, la relación familiar. Los iconos de los ancestros, que adornan sus centros de reunión, lucen siempre un aire expresamente paternal. La foto de la refundación o de los nuevos orígenes es una merienda campestre de hermandad. El partido mismo se presenta. como una familia y los socialistas dicen formar una piña; son compañeros que habitan la misma casa; sus diferencias son sólo de sensibilidad. Su moral sitúa, por encima de todo, los valores de unión fraterna frente al exterior: unidos hacia fuera, las disputas se resuelven a escondidas de la mirada de los otros.La configuración del socialismo como una gran familia viene de lejos: el viejo, PSOE fue una organización impregnada de ideales fraternos y colocada bajo la paternal vigilancia de un fundador-abuelo. El socialista de antaño era un trabajador honrado y buen padre de familia que llevaba íntegro el jornal a casa todos los sábados sin entretener sus pasos en la taberna. El lenguaje societario y político se impregnó así de referencias familiares y las discusiones entre dirigentes tenían todo el aire de riñas entre parientes: se trataba siempre de medir quién era más fiel al magisterio del abuelo o decidir quién había sido más traidor a la suprema enseñanza de mantener sobre todas las cosas la unidad familiar.
El nuevo PSOE no pudo buscar su modelo en la fraternidad de los hijos, culpables de romper en la gran discordia de la guerra civil. la unidad originaria, y hubieron de recurrir a la directa exaltación del abuelo, prometiéndose no repetir el mal ejemplo de los Largo Caballero, Prieto, Besteiro o Negrín. Los verdaderos nietos de Pablo Iglesias -los dirigentes de hoy, pues la otra generación intermedia sucumbió a la fascinación del comunismo- eligieron, por tanto, como referente organizativo el dorado momento de la unidad en torno al abuelo. Es cierto que, muy jóvenes para presentarse como padres y sabedores de que lo viejo no atraía nada en 1977, los refundadores del PSOE evitaron en la imaginería gráfica tal simbolismo, pero sobre el fondo no había duda: unidad, fidelidad, homogeneidad en torno a una autoridad indiscutida fueron los valores exaltados desde 1979. Ya habría deseado Pablo Iglesias tan reiteradas muestras de unánime adhesión como las recibidas por Felipe González desde aquel año hasta ayer mismo.
Cuando los socialistas decidieron organizar su partido como una familia, sabían bien sobre qué realidad política y social actuaban. En España -como en el resto de Europa, por lo demás-, el Estado liberal que sustituyó al absolutismo se edificó sobre una compleja relación de parentesco y seudoparentesco. La inseguridad de los funcionarios, la multitud de cesantes pedigüeños, la miseria misma, de la sociedad civil, convirtieron a la Administración del Estado en el centro de una red en la que primaban los vínculos familiares y de amistad política. No había nada como tener un pariente o un amigo en el Estado, pues tenerlo significaba desde la resolución rápida de un embrollo burocrático hasta la obtención de un puesto de trabajo. El Estado español de los siglos XIX y XX se convirtieron así en una gigantesca agencia de favores y colocaciones, de subvenciones y empleos.
Lo que ha ocurrido con el nuevo PSOE, heredero de los valores tradicionales de paternidad y fraternidad como vínculo de la más perfecta unidad, fue que su pronta llegada a un Estado pendiente todavía de la democratización y profesionalización por el mérito que caracterizó a los Estados europeos tras las dos guerras mundiales, le empujó a construir esa red compleja de seudoparentesco y amistad política sobre la misma trama de la Administración pública. Un valor tan escasamente sutil y tan premoderno como la confianza personal disfrazada de fidelidad política se convirtió en la verdadera llave para acceder a puestos de alta y media responsabilidad en cualquiera de las administraciones públicas.
Al instalarse como una gran familia política en el Estado, el socialismo ha producido algo muy similar a lo que Azaña achacaba al moderantismo de mediados del siglo XIX, cuando "una corta oligarquía de hombres entendidos en la administración y en los negocios acabó por anexionárselo, convirtiéndolo en dependencia del partido". El socialismo, ha venido a ser así -salvadas todas las distancias- una especie de moderantismo del último tercio del siglo XX, y bien cabría denominar segunda gran década moderada a sus 10 años de poder. Cuando González presentaba, en 1980, su partido como un "referente de tranquilidad" para el conjunto de la sociedad española, escribía, sabiéndolo, en prosa moderada, y pretendía, como sus lejanos antecesores, poner fin a las convulsiones políticas y las inquietudes sociales del periodo inmediatamente anterior con objeto de consolidar la recién nacida democracia sobre bases más sólidas. Lo que nadie podía prever era que, aprovechando unos años de expansión económica y fáciles negocios especulativos, algunos dirigentes socialistas confundieran, como moderados, la felicidad del país con el enriquecimiento de sus familiares.
Aparte, de disolver en este, neomoderantismo el impulso reformador que aupó al partido socialista al poder y concitó tras su programa a una mayoría social, rara vez vista en nuestra moderna historia política, los efectos dé la nueva década moderada no podían dejar de afectar también al propio partido. Por haberse organizado en los años ochenta, aspirando al tranquilizador modelo de familia ideal, unida bajo la mirada de dos hermanos mayores, el PSOE no ha podido generar en su propio seno verdaderos debates políticos. Sus intelectuales, abrumados en ocasiones por la responsabilidad de no romper ni poner en peligro la disciplina interna dentro de lo que consideran una fortaleza sitiada, han preferido discutir entre ellos sobre el futuro más que someter a crítica con otros el presente, como si el mañana pudiera ser otra cosa que el resultado global de lo que se hace hoy.
Con esa opción escatológica, los intelectuales socialistas que no han elegido la vía de la marginación o de la protesta personal han preferido elaborar la ideología de la práctica presente más que plantear preguntas y señalar alternativas a las políticas elaboradas desde el Gobierno. De este modo, los inevitables conflictos que provoca todo ejercicio prolongado del poder han adoptado en la dirección del partido la forma de querellas y disputas personales carentes de verdadera sustancia política y rodeadas de todas las características propias de las riñas de familia. Cuando uno de los dos hermanos grandes, Alfonso Guerra -no tan implacable látigo de especuladores inmobiliarios- como aparenta-, dice que el otro gran hermano ha caído preso de los poderes del dinero, no hace sino repetir la vieja historia de los hijos del padre cuando lucharon por la administración de la herencia. Pero, como al hacerlo pone en peligro la unidad familiar, la estructura de seudoparentesco urdido sobre la trama del Estado, que es donde ha radicado la fuerza del socialismo de los años ochenta, al final todo queda en una ritual llamada a la unidad en tomo a un liderazgo indiscutido al que se eleva nada menos que a categoría universal.
Y así, la norma entre los socialistas, cemo entre los moderados, es "reputar estériles las batallas de partido" y llamar a la reconciliación, tal vez no "en tomo de un montecillo de oro", como decía Azaña de éstos, sino en torno del ya rutinario propósito de repetir triunfo en las siguientes elecciones. De esta forma, el moderantismo socialista habrá consolidado las instituciones democráticas y estabilizado la sociedad a costa de extender por el Estado la convicción de que vale más la fidelidad que el mérito; por la sociedad, que es mejor acomodarse a lo que hay y sacar provecho de las circunstancias que mantener el impulso reformista; por el partido, que no hay valor algún superior a la unidad de la familia socialista. Fidelidad al líder, provecho personal y unidad familiar como "referente de tranquilidad" social: tal es, según parece, el tono dominante en esta segunda década moderada.
es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED.
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