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Ronda de santos

Antonio Elorza

En un reciente seminario celebrado en Cádiz sobre la obra de José Martí, las réplicas echaron chispas cuando algunos universitarios de la Península nos atrevimos a insistir sobre el contenido democrático del pensamiento del apóstol cubano y sobre su enfoque reformador en el terreno de las relaciones sociales. Al ser dogma del régimen la inmaculada conjunción de Martí y del marxismo-leninismo, tales pretensiones tuvieron que ser duramente anatematizadas por la representación intelectual de la Cuba de Castro. Su portavoz, Roberto Fernández Retamar, fue tajante al dirigirse a mí. "Martí fue un forjador de grandes creencias, como Cristo, y usted es el diablo". Tras este fogonazo de luz divina, respaldado por el aplauso entusiasta de su delegación y de algún ortodoxo autóctono, poco cabía hacer. Los ángeles turiferarios, más aún si, por error, llevan al cinto la espada de san Miguel, no incitan a la discusión teórica.Cádiz fue un buen escenario para una representación de ese tipo. Poco antes de convertirse en cuna del liberalismo español, tuvo entre sus hijos a una de las figuras más extraordinarias del siglo XVIII, al capuchino fray Diego José de Cádiz, paladín incansable en la lucha contra la Ilustración española. Contamos además con la estupenda biografía escrita por su compañero de orden Serafín de Ardales, y gracias a ello sabemos que de niño era mal estudiante y que jugaba a hacer pequeños altares y sermones, que renunció a aprender francés por el odio hacia los libros que de allí venían, que se flagelaba, que levitaba de noche y que se enfrentaba con los secuaces de Lucifer en horrorosos combates. Todo lo cual es sin duda causa más que suficiente -por no hablar de su satanización de los estudios de economía- para que en la actualidad el colegio mayor universitario de Cádiz ostente su nombre.

Cuando tiene lugar el grado de indentificación que alcanza el binomio fray Diego-Ardales, el resultado es casi siempre esclarecedor. El biógrafo comparte totalmente los valores, las ideas y los objetivos del batallador. Abre así un buen cauce para entender no sólo las formas de religiosidad supersticiosa que acompañan a la figura del biografiado, sino la mentalidad de un importante sector del clero regular en la crisis del Antiguo Régimen. Escribe además para convencidos.

No sucede lo mismo cuando a la identificación corporativa e ideológica no acompaña esa buena conciencia respecto del mundo exterior. El hagiógrafo sabe entonces que los códigos de emisor y receptor difieren y que resulta preciso adaptar el contenido de la emisión. Es lo que sucede con la biografía consagrada por el jesuita J. I. Tellechea, en vísperas del quinto centenario de su nacimiento, a otro santo luchador, san Ignacio de Loyola. Tellechea había dado prueba de su rigor y erudición en el estudio sobre el arzobispo Carranza, pero en esta ocasión su san Ignacio sólo y a pie no añade otra cosa que una notable precisión en el establecimiento de los hitos biográficos. Está pensado como vida ejemplar para un lector de hoy. Así, el santo andarín de Tellechea sigue un recorrido sin mácula, antes y después de su "conversión". Es lo que debe ser, un "caballero de Dios". El contexto sirve sólo de telón de fondo, donde cualquier dificultad se disuelve con el recurso a un par de generalidades, o a la erudición epidérmica, por la que desfilan desde André Gide a Alexis Carrel, pasando por Unamuno. Cuando surge la mención a la timidez del santo, todo se aclara diciendo que "es una enfermedad muy típica del vasco". El problema con Erasmo es la diferente temperatura. En el curioso episodio del moro, cuando Ignacio piensa en apuñalar al infiel porque rechaza la virginidad de María, la salida consiste en apuntar el paralelismo con el Quijote. Lutero es un gordo que destruye. En cambio, Ignacio de Loyola, un "galán vistoso" que se reforma y predica el seguimiento de Cristo. La hagiografía no explica, pero moraliza y consuela.

Por los agujeros de la justificación permanente, escapan de este modo los elementos que hubieran permitido entender la novedad que para la historia de las órdenes religiosas representa la fundación de los 24 ancianos del Apocalipsis, cantando a Dios en medio del caos terrenal. Más tarde, la renovación de las ciudades, la crisis eclesiástica y las herejías de cátaros y albigenses forzaron la creación de órdenes que, como los dominicanos, conjugaban la predicación a los fieles con la represión de las conductas e ideas heréticas. Pero esto ya no sirvió cuando los propios eclesiásticos se enfrentaron a la Iglesia. Reflexionar sobre el dogma y la Iglesia equivalía en esas condiciones míticas a sentar las bases de la herejía y de la rebelión contra la autoridad religiosa. Frente a ello, la reforma ignaciana supone la exigencia de cerrar los ojos ante esos problemas y aplicar la actividad racional únicamente a encontrar y organizar los medios para luchar eficazmente contra el enemigo. "Lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo dictamina", es su propuesta, cuyo emblema es la obediencia. Como ha subrayado Roland Barthes, el momento de la libertad se ciñe en Loyola a "hacer elección" en una situación práctica necesariamente dual. En el pasado se sitúan los antecedentes de esa elección, cuya expresión fundamental tiene lugar entre Dios (interpretado por la Iglesia) y el citado enemigo. Una vez hecha la elección, sólo resta aplicarse a encontrar los modos de hacer efectivas sus consecuencias. La libertad en sí no existe. La razón es pragmática y subordinada; nunca se debe volver sobre la opción ya hecha. La tarea de ahormar al creyente (ejercicios) y la incardinación en la sociedad (mediante formas asociativas plurales, entronque con el poder) serán las claves para que el catolicismo recobre el vínculo con la sociedad. La Compañía de Jesús contribuirá de esta manera a forjar la Europa de los devotos, estudiada por Louis Chatellier, convirtiéndose en piedra angular del éxito de la Contrarreforma.

En tal situación de emergencia, Ignacio de Loyola construía un dispositivo eficaz para la militarización de los comportamientos religiosos. Nada tiene de extraño que, en la historia de la tradición ignaciana, un pensamiento político impregnado de religiosidad retome la fórmula para dar solidez a un proyecto cuyas bases reales son precarias. Tellechea hace bien en recordar una y otra vez las raíces vascas de su santo fundador, pero no precisamente por la explicación que el vasquismo pueda aportar a la personalidad del guipuzcoano, sino ante el influjo ejercido por el modelo ignaciano sobre los usos sociales y políticos vascos. Sin ir más lejos, sobre otro fundador, el del nacionalismo vasco, Sabino Arana, uno más entre los jóvenes del país que reciben en la segunda mitad del siglo XIX su formación en los centros de la compañía. Sabino Arana elogió siempre con vehemencia a los jesuitas y quiso en algún momento ser uno de ellos. Pero, sobre todo, hizo cuanto estuvo en su poder para asimilar las pautas de funcionamiento de la compañía a su fundación político-religiosa, el Partido Nacionalista Vasco. Si Ignacio de Loyola incorporó la lógica de guerra española de 1500 a una estricta militancia religiosa, Arana efectuó una transferencia de sacralidad en sentido inverso, llevando el espíritu de la compañía a su proyecto de independencia vasca.

Fue además una transferencia explícita. Ya al alcanzarse el día del santo en 1894, desde su primer periódico, Bizkaitarre, Sabino elogia la grandeza de la obra ignaciana y la asume como lección para su movimiento. Ignacio reunió un grupo de fieles, dispuestos a convertirse en soldados de la fe, así como Sabino reunirá a los vizcaínos independentistas. El esquema coincide en ambos: de un lado, Dios, o Dios y Euskadi; enfrente, el enemigo. De ahí una militarización del pensamiento que elude todo debate que no sea sobre las consecuencias de la elección decisiva. No hay que discutir con el enemigo, sino usar sus tácticas para todo modo meter en la red -significativa expresión ignaciana- a más creyentes, sin reparar en medios, que pueden ser los propios del diablo. Tampoco cabe dispersar el pensamiento fuera de la cuestión esencial: en el batzoki sabiniano están proscritas las discusiones profanas. Cerrarse sobre lo propio; rechazar lo extraño. Ver en la obediencia un fin en sí mismo. Sumisión incondicional al poder, justificado por la lucha contra el infiel (ejercicio del rey temporal). Eliminar toda discrepancia hasta "la excomunión" que Sabino aplica al expulsado. Establecer la delación como regla defensiva de la ortodoxia. Justificar los medios por la grandeza de los fines. Concentrarse en alcanzar la penetración en la sociedad, situándose al margen de la riqueza, pero buscando el acuerdo con los poderes de la tierra. Son lecciones de la obra ignaciana que Sabino Arana aprovechará bien para configurar su movimiento político inspirado en "una orden religiosa que sirviera de modelo de organización y disciplina".

Sabino Arana contempló su acción política en los mismos términos de entrega a una causa sagrada que promoviera su santo de la raza. Es justo recordarle, y recordar a ambos conjuntamente, cuando se cumple el primer centenario de la publicación de su manifiesto Bizkaya por su independencia (1892), poco después de la conmemoración ignaciana. Además, si Sabino sacralizó y militarizó la política, sus seguidores le recordaron una vez como santo. La tumba de Sukarrieta fue pronto objeto de peregrinaciones y homenajes. Resulta, pues, una figura adecuada para fijar el punto de llegada del círculo hagiográfico que hemos trazado. Fue nacionalista ardoroso como Martí y reaccionario a ultranza como fray Diego, siguió y desarrolló los patrones de organización e intransigencia tomados de san Ignacio. Sus frutos están ahí, incorporados plenamente a formaciones que dicen hablar otro lenguaje político. De Sabino Arana puede decirse lo que él escribió sobre el creador de los gudaris de Jesús: "Los que quieran escuchar pueden oír todavía su palabra, a pesar del tiempo transcurrido".

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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