El huevo
Después de pasar tres días en la feria de Francfort atravesando Innumerables túneles repletos de libros bajo la luz de neón, he vuelto al pueblo y, al ver una gallina viva, he llorado. En Francfort tuve una pesadilla. Llegué a creer que en el mundo no había más que cultura y yo estaba condenado para siempre a no saber nada que no hubiera sido antes escrito en uno de aquellos infinitos volúmenes, pero al llegar a casa, lejos ya de aquel laberinto, por la mañana me despertó el cacareo de las aves y el perfume de los conejos en el corral. Asomado a la ventana contemplé el mar por encima del gallinero y comprendí que todavía la naturaleza estaba allí muy pura, sin que los libros la cubrieran. Para celebrarlo decidí tomarme unos salmonetes. Fui a un buen restaurante y, mientras el cocinero freía en mi honor ese pescado de roca cuyas escamas son de oro y su carne levemente rosada, me hice el propósito de vivir refugiado en las pequeñas y limpias sensaciones naturales que están fuera de la moda y la crueldad de cada día. Frente al puerto que olía a brea me dispuse a abrir el primer salmonete y pronto quedé horrorizado. Ese pescado llevaba engarzada en las branquias una colilla de Winston que se había tragado en el fondo del Mediterráneo. Me consolé pensando que el mundo está tan mal que hoy los peces ya comen de todo, pero ayer mismo recibí otra lección premonitoria de este final de milenio. Huyendo de cualquier alimento contaminado cogí un huevo recién puesto por una gallina de confianza; desde el ponedero lo llevé directamente a la cocina y allí lo herví el tiempo preciso. Cuando le quité la cáscara después de partirla con una cucharilla, vi con asombro que en la yema de ese huevo duro había un pelo rubio de mujer enroscado. Siempre había creído que cualquier libro era vulnerable y que el huevo duro significaba el último reducto de la perfección hermética. Ahora ya sé que la naturaleza ha bajado la guardia: los salmonetes fuman, las gallinas van a la peluquería. Es la señal de las postrimerías.
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