Lucha por el poder
LA SEMANA pasada concluyó en Blackpool (Reino Unido) el Congreso anual del Partido Conservador. Se cerraba así el ciclo de reuniones que cada otoño celebran las principales formaciones políticas británicas: los liberaldemócratas, los laboristas y los propios tories. En esta ocasión, en el trasfondo de todas ellas ha estado la necesidad de prepararse para las elecciones generales que deben celebrarse en el primer semestre de 1992. Los sondeos de opinión han ofrecido, hasta ahora, unas veces la preferencia a los laboristas y otras a los conservadores, siempre por muy pocos puntos. La única opción que se mantenía en constante progresión era la del tercer partido, los liberaldemócratas, que a lo largo del año han conseguido estabilizar sus preferencias de voto en torno al 15%.La alianza de los socialdemócratas de David Owen y los liberales de David Steel se deshizo en 1988, siete años después de su constitución, víctima de la quiebra de los primeros, tanto económica como ideológica. Los liberales fundaron el partido liberaldemócrata y quedaban en solitario como la débil tercera fuerza política. Desde entonces han recorrido un largo camino: en septiembre, Paddy Ashdown, líder de los liberaldemócratas, pudo presentarse ante sus compromisarios en el congreso del partido con solidez doctrinal y convencimiento. No ganarán las elecciones, pero es probable que lleguen a ocupar un puesto que los haga indispensables como socios de una coalición. ¿Con quién gobernarían? Ciertamente, con la formación que apueste más por Europa y, desde luego, con aquella que se muestre más dispuesta a reformar una legislación electoral que tradicionalmente priva al tercer partido de una representación parlamentaria ajustada a la fuerza de los votos.
Para los laboristas reunidos en Brighton, la gran cuestión era saber si serán capaces de impedir que los conservadores alcancen el poder por cuarta vez consecutiva. La oportunidad para ellos es única, porque los tories sin Thatcher parecen haberse contagiado de la imprecisión que había lastrado a los laboristas hasta ahora. Por otra parte, Kinnock, el líder laborista, ha endurecido su discurso durante el pasado año, lo ha hecho más hábil y más preciso, sin renunciar al contagio de la desideologización imperante. Quiere el poder y lo manifiesta con seriedad. Los dos grandes impedimentos para que lo consiga, sin embargo, siguen siendo los mismos: la excesiva dependencia del partido de fondos provenientes de los sindicatos y el manejo de sus congresos con voto por bloques controlados por unos pocos compromisarios.
Por su parte, el viernes pasado, John Major, en el discurso de clausura del congreso conservador, prometió que no permitiría que nadie le impusiera una moneda única comunitaria (lo que le condenaría a ir en la segunda velocidad de la unión económica, uno de los probables logros de la próxima cumbre europea de Maastricht) o le forzara a renunciar a la soberanía sobre "decisiones referidas a la seguridad, la política exterior y la defensa". Es la vieja reivindicación de singularidad que hace sospechar del fervor europeo del Reino Unido desde que accedió a la CE. Fue la cara de una moneda cuyo envés, para no alarmar a nadie, fue la promesa de que no habrá referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la CE, como pretende la derecha thatcherista del partido.
Así, los grandes temas del congreso fueron Europa y la reforma de la sanidad, dos cuestiones de muy difícil tratamiento, en las que los tories se han puesto a la defensiva. Puede que, para ellos, la defensiva sea el signo de los tiempos, pero es un estado de ánimo poco propicio para entrar en un proceso electoral.
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