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Cuando Francia duda de sí misma

Quién hubiera pensado en Francia, en 1985-86, cuando el Frente Nacional lograba sus primeros éxitos, que cinco años más tarde la mitad de los franceses iban a sentirse invadidos por una inmigración que, por lo demás, es limitada y está bastante bien controlada, y que un antiguo presidente de la República, Giscard d'Estaing, iba a tratar de imponer su nueva candidatura manteniendo un discurso idéntico al de Le Pen, al proponer que el derecho de sangre volviera a ocupar un lugar exclusivo en el código de la nacionalidad, lugar que nunca tuvo, ya que el derecho del suelo fue introducido en las leyes a partir del siglo XVI, antes de quedar reforzado de manera continua en un país cuya débil fecundidad y necesidades militares reclamaban una fuerte inmigración.La explicación de estas declaraciones políticas no hay por qué buscarla en los problemas derivados de la inmigración. La opinión francesa se deja persuadir, cada vez con más insistencia, de que el paro, la inseguridad, la delincuencia, el déficit de la Seguridad Social y las crisis de la escuela provienen de los inmigrados. Pero resulta difícil defender con seriedad tales acusaciones. Los inmigrados son gentes bien instaladas desde hace bastante tiempo en Francia; muchos de ellos, o sus hijos, adquirieron la nacionalidad francesa y la mayor parte no habla más, que francés. Su situación se asemeja a la de los trabajadores franceses de nacimiento; ven los mismos programas de televisión y sus hijos escuchan las mismas casetes y llevan las mismas zapatillas deportivas. Más de la mitad tiene coche y la mayor parte paga sus impuestos. Es cierto que durante estos últimos meses algunos incidentes serios acaecidos en los barrios populares periféricos de París o de Lyón han cuestionado a los inmigrados, pero la opinión ha comprendido perfectamente que lo que allí sucedía se debía más bien a los problemas sociales y no a los étnicos, ya que muchos de los jóvenes inmigrados, sobre todo los no cualificados, están en el paro y soportan, en consecuencia, una lasa de delincuencia elevada.

La crisis de identidad nacional no se explica por el comportamiento de los inmigrados. Y no lo digo para apartar esta crisis como se aparta una pesadilla de la que no va a librarse uno al despertar. Pienso más bien que esta crisis es real, profunda y duradera, y, en cualquier caso, suficiente como para que la cuestión nacional sustituya a la cuestión social como tema central de la vida política francesa y en particular de las próximas elecciones, locales en 1992, legislativas en 1993 y presidenciales en 1995. ¿A qué responde, pues, esta crisis ahora, que los franceses ni están amenazados por los inmigrados y ni siquiera por el islam, ya que la ola terrorista parece remitir, ahora que los jomeinis de turno o el coronel Gaddafi han dejado de denunciar a los grandes y a los pequeños satanes de Occidente, ahora que Hafez el Assad se ha convertido en disciplinado aliado de los americanos? Ante todo, a la crisis del Estado nacional, que fue bastante más que una institución política en Francia y que fue, para la sociedad francesa más que para cualquier otra, un molde que ahora se deforma y se rompe ante nuestros ojos. Todas las amenazas se conjugan en la actual coyuntura: el poder europeo se refuerza y ello inquieta a las categorías que vivían al abrigo del Estado; Alemania ha encontrado su unidad, y su peso económico será, sin lugar a dudas, doble que el de Francia dentro de pocos años; Estados Unidos domina el mundo y la cultura de masas, desde los programas de la televisión a las vestimentas para los jóvenes. Podría responderse a estos hechos que Francia, como los demás países de Europa, dispone de buenas armas para la competencia internacional y que sería paradójico acusar a los inmigrados de una crisis de la que el Sur pobre es su principal víctima. Todo esto es cierto y debe ser dicho, pero no produce ningún efecto sobre esta conciencia de que la identidad nacional, tan evidente durante tanto tiempo, está amenazada. Ningún asombro, pues, en que para conjurar esta crisis que viene de arriba se busquen chivos expiatorios de abajo, los inmigrados, que la sociedad francesa teme no poder integrar y asimilar y tras los que se quiere hacer ver toda el África superpoblada y hambrienta, ávida de lanzarse sobre las tierras ricas y poco pobladas de Europa, en especial las de Francia, objetivo privilegiado de los habitantes de sus antiguos territorios coloniales.

En fin, ¿cómo no establecer una relación directa entre la crisis de la vida política y el auge de la cuestión nacional? La izquierda democrática, que se ha enquistado durante mucho tiempo en su alianza con el partido comunista, anda hoy desorientada. Igual que en España, ha dado la prioridad durante estos últimos anos a la modernización de la economía, por encima de la transformación social. Ya no moviliza ninguna esperanza y las campañas contra los inmigrados hacen profunda mella en su electorado, como el racismo antinegro había penetrado en Estados Unidos entre los blancos de la pequeña burguesía del Sur. La derecha no se encuentra en mejores condiciones, ya que el gaullismo, que le daba una fuerza popular, ya no es más que un recuerdo. Por cuanto hace referencia a Giscard d'Estaing, que se apoya en un partido de notables y que no es un personaje popular en ninguna de las acepciones del término, ¿cómo no va a propiciar este discurso antiinmigrados, en el que ve una plataforma que le va a lanzar a la presidencia de la República en 1995?

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La vida política francesa atraviesa una crisis grave, consecuencia última del bloqueo de ideas políticas que en este país, tanto a derecha como a izquierda, se ha dejado calentar la cabeza con discursos sobre la grandeza de Francia y el universalismo de la democracia y de la lengua francesa. En lugar de trabajar más activamente para asegurar un futuro que no hay ninguna razón para temer que vaya a ser negro, se ha encerrado en un cierto narcisismo nacional del que se ve brutalmente apartada, un narcisismo que va tomando cuerpo a medida que ve sus calles llenas de inmigrados.

La respuesta a esta crisis de identidad nacional no es fácil de definir. No basta con responder a los nacionalistas que Francia debe confiar en ella misma, que no debe replegarse en el pasado, sino que debe acoger con entusiasmo a los hombres y a las idea que incrementan su vitalidad. Es cierto que este discurso no lo mantienen más que los más instruidos y los mejor armados para la competencia internacional, y a los populistas de extrema derecha no les falta razón cuando recriminan a estos dirigentes políticos e intelectuales de la izquierda que en sus barrios no abundan los inmigrados, ni tampoco en las escuelas adonde envían a sus hijos. Es necesario que Francia adquiera un nuevo tipo de cohesión social centrada sobre la sociedad más que sobre el Estado. Por eso es importante la iniciativa tomada por 12 alcaldes de las mayores ciudades francesas, Lyón, Marsella, Toulouse, Burdeos, Estrasburgo, Montpellier, Nantes, entre otras, para luchar contra el ascenso del racismo y contra la xenofobia. En la base más que en la cima de la sociedad, en el barrio y en la ciudad más que en el Estado es donde debe crearse esta integración, este dinamismo que deberá triunfar sobre el espíritu de exclusión y sobre el miedo. Pero las crisis políticas son intempestivas, mientras que las transformaciones de la sociedad, y sobre todo del espíritu público, son lentas. Por ello no queda sino reconocer la gravedad de la crisis actual que afecta profundamente a la secular cultura política francesa.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París. Traducción: José Manuel Revuelta.

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