Elogio del derrotado
LA POLÍTICA es una profesión bastante cruel. Seguramente Adolfo Suárez ya lo sabía cuando, viéndose retirado antes de cumplir los 50, intentó prolongar su carrera mediante un partido de su invención. Que se equivocó es hoy una evidencia; tanto que parece excesivo el ensañamiento con que todo el mundo se empefia ahora en subrayarlo. Es cierto que Adolfo Suárez no es bisraeli ni Churchill, pero fue protagonista esencial de la transición del franquismo a la democracia, y merece por ello el reconocimiento de sus conciudadanos. En momentos de gran excitación ideológica, él carecía de diseño acabado; pero, a falta de programa, fue pragmático: combinó audacia y sentido común para encontrar sobre la marcha respuestas concretas a los problemas que iban surgiendo. No hay muchos políticos así en Espafia; la suma de esas respuestas acabó marcando la dirección de los acontecimientos en el sentido de favorecer la efectiva implantación de un régimen democrático.Personaje contradictorio en sí mismo, Suárez es un ciudadano común al que el destino ha llevado a participar en acontecimientos extraordinarios. En su biografila se han alternado éxitos y fracasos a manos llenas, y no es la menor de las paradojas el hecho de que su momento estelar (ese instante que ilumina fugazmente toda vida) coincidiera con el peor minuto de su carrera, un 23 de febrero. Ahora que de nuevo se enfrenta al fracaso más incondicional -y al desdén de quienes, tras abandonarle, lo pronosticaron con mayor fe-, un consuelo le queda a Suárez: saboer que la casi desaparición de su partido centrista coincide con la disputa encarnizada del espacio político de centro por parte de todos sus rivales. Si ese consuelo bastase para compensar la renuncia a su única pasión conocida, la política, tal vez no sea demasiado tarde para evitar que un triste final emborrone tan singular trayectoria.
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