Fiesta goleadora en el Calderón
El Atlético festejó el cuarto de siglo del estadio Calderón, el popular Manzanares, rompiendo el mal fario internacional de la era Gil a costa del pobre, paupérrimo, Fyllingen, al que le hizo ni más ni menos que el clásico siete. No podía ser de otra manera. El colista de la Primera División noruega lo componen unos aficionados con presencia física, pero ausencia de los exigibles requisitos técnicos para desenvolverse con soltura con el balón. Es seguro que varios, por no decir que todos, los veteranos rojiblancos que asistieron a la celebración pensaron para sus adentros que incluso ahora mismo, a sus cincuenta y tantos años, podrían haber mantenido el tipo ante ellos. Durante 15 minutos, mientras el cuerpo les hubiese aguantado, no hay duda alguna de que, por ejemplo, el que fuese delantero centro Jorge Alberto Mendonça habría reeditado su dominio de la pelota permitiéndose el lujo de unos cuantos malabarismos con ella para embobarles y de que Enrique Collar, aquel extremo izquierdo, se habría internado hasta el banderín de córner, a la vieja usanza, para enviar a la carrera diversos pases certeros con su bota de seda. Y es que el subcampeón de la última Copa de su país -el Rosenborg, al hacer el doblete en la Liga, le cedió el paso a la Recopa-, en su humildad, ni siquiera se atrevió a dar una patada intimidatoria. Lo suyo fue pura cortesía.Quizá por eso Tomás y sus compañeros también se sintieron obligados en un momento dado del segundo periodo a ser obsequiosos con los nórdicos, tan buenos chicos ellos. Les consintieron estirarse y hasta forzar ¡un córner! para que Tengs cabeceara impunemente, por la lesión de Abel, su primer gol. Con lo que acaso no contasen fue con que el propio Tengs se animara tanto como para despabilarse cerca de Juanito, arrebatarle el esférico y fusilar al joven Diego. El Fyllingen estaba entusiasmado. Sus integrantes se aplaudían entre ellos por sus hazañas, las comentaban con sus colegas del banquillo y, como no dejaban de caer simpáticos al público, también recibían palmas nutridas desde los graderíos. Pero, cuando Inge Ludvigsen, en una media tijera, estuvo en un tris de conseguir una tercera diana, Luis Aragonés, a fuerza de gritos, hizo comprender a sus pupilos que se estaban pasando. Así que el final de la celebración fue tan apoteósico para el Atlético como el principio.
El conjunto madrileño había comenzado pisando fuerte, haciendo valer su mayor peso específico, goleando por la pura inercia de su absoluta superioridad. Le daba igual que Schuster no siempre tuviera el compás en los pies, que Moya anduviese desorientado o que Futre deshiciera tanto o más de lo que hacía por culpa del egocentrismo que padece y que le impulsa a precipitarse en sus acciones sin acordarse de que los demás también juegan porque el fútbol es un deporte de asociación. Enfrente sólo tenia a un Fyllingen formado por unos amigos que en vano trataban de aparentar un cierto orden en sus líneas. Vikenes y los suyos, sí, mantenían sus posiciones, pero no retenían las sistemáticas infiltraciones de sus, comparativamente, todopoderosos adversarios porque carecían de imaginación, recursos y... mala uva. La terminación fue similar, aunque, eso sí, con la variante de que el portugués aparcase por unos instantes su individualismo.
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