El ejercicio personal de la ciencia
Hace unos meses he concluido con una extensa publicación una etapa de mi tarea científica de por vida. Esta coyuntura me ha empujado insensiblemente a reflexionar, en el marco que la prensa ofrece al pensamiento general, sobre lo que ha sido mi ocupación constante. Uno de los científicos más fecundos y más capaces de superar prejuicios, Pasteur, afirmaba que hay que distinguir la Ciencia de las aplicaciones de las ciencias. Pienso, como él, que son dos ejercicios distintos y ambos obviamente útiles. Ahora bien, la dedicación a las aplicaciones de las ciencias está tan arraigada y difundida que no necesita justificación, sino, tal vez, sólo crítica científica a su ejercicio excesivo o indebido. En cambio, el ejercicio de la Ciencia, que con mayúscula y en singular daba a entender Pasteur, me parece que en nuestros días necesita reivindicación e, incluso, intentar precisarnos en qué consiste y en qué difiere de las aplicaciones de las ciencias y, en fin, cuáles son los criterios de que puede disponer quien se esfuerce en desarrollarla para confiar en que no se extravía sino que contribuye a su progreso.El trabajo del científico, como el del artista, como el de quien persigue descubrir una aplicación de una ciencia, ha de ser necesariamente creador. Pero lo que distingue el cultivo genuino de la Ciencia es su particular objetivo. Me parece que lo que caracteriza a la Ciencia, de la que hemos llegado a estar tan huérfanos, es el propósito tenaz del conocer en sí, de develar paso a paso misterios concretos de la naturaleza, de ir construyendo un modelo cada vez más integrador y coherente de los seres, fenómenos y procesos naturales. Desde que la Ciencia pasó de la ordenación empírica de lo que captan nuestros órganos de los sentidos a la inducción experimental de nexos causales imposibles de percibir, la tarea de la Ciencia ha sido concebir teorías que den cuenta coherente de conjuntos crecientes de datos. Pienso que lo que distingue la investigación científica de otra forma de conocimiento es la inducción de interpretaciones teóricas, de leyes cada vez más generales y congruentes entre sí, de modo que den cuenta, sin excepción, de los datos empíricos, experimentales, evolutivos, pertinentes, y que prevean hechos antes insospechados que las confirmen. De este modo, el investigador científico ha de mantener su atención oscilando entre la interpretación teórica que va logrando y los hechos concretos, contrastando la una por los otros y viceversa. Pero, además, lo peculiar de la ciencia es procurar esto no sólo desde el nivel de generalidad máximo posible que exijan los datos concretos objeto del estudio, sino hacerlo en conformidad con el pensamiento científico general, esto es, intentando establecer contacto e incluso rebasar el problema esencial que tenga planteado la Ciencia en la faceta de ella ante la que esté el investigador.
Por la coherencia básica de la naturaleza, la preocupación sostenida de hombres de ciencia por comprender un fenómeno puede culminar determinando una inflexión cualitativa en nuestra comprensión del proceso de la naturaleza, a la que es más fácil modificar conveniente o insensatamente que comprender de un modo progresivo que satisfaga nuestro espíritu y que pueda asimismo guiar racionalmente nuestra actividad. Me parece que cada pequeño piñón de la rueda del progreso científico exige, al menos, una vida humana tendida al máximo. ¿Cómo no extraviarse en el ejercicio de un propósito de tanto alcance, siempre a muy largo término y, en general, supraindividual? Paso a indicar algunos aspectos del propio trabajo que, en mi opinión, pueden para un hombre de ciencia constituir señales de que está trabajando en su propio campo de un modo conforme con la línea principal que en él impone el despliegue coetáneo general de la Ciencia.
Considero una primera señal positiva que los conocimientos que vaya consiguiendo se transmuten con frecuencia en instrumento para allegar conocimientos nuevos, de orden superior; esto es, cuando la solución, rigurosa de un tipo de problemas le plantee inesperadamente otro u otros resolubles, de mayor generalidad, capaces de distinguir e interpretar fenómenos nuevos o de inducir una ley o teoría única aplicable a un mayor conjunto de fenómenos. En otras palabras, me parece un indicio alentador para un científico que su trabajo, en vez de agotar sus problemas, dilate la perspectiva de problemas resolubles. De hecho, la obra de grandes científicos -Newton, Lavoisier, Darwin, etcétera- guarda en potencia cuestiones que han de irse actualizando por generaciones posteriores.
Opino que una segunda señal de la corrección del despliegue del pensamiento de un científico es su capacidad de percibir una antítesis científica y de resolverla en una síntesis. Llamamos una antítesis científica a un par de aspectos relativos a un mismo tipo de ser, fenómeno o proceso, uno y otro bien establecidos, de aplicación general y, en el estado de la ciencia, contradictorios. La enunciación clara de una antítesis debe constituir una incitación al trabajo creador de un hombre de ciencia en cuanto intuya que la resolución pueda estar a su alcance, ya que toda antítesis fragmenta el pensamiento científico y su superación se traduce en un avance cualitativo de éste. Aduzco, como ejemplo, la antítesis con respecto a la naturaleza del enlace entre átomos en la molécula, que opuso irreductiblemente durante más de un siglo, por una parte, los hechos incontrovertibles observados por Avogadro y, por otra, los aducidos por Berzelius; la resolución de esta antítesis exigió comprender el átomo como un sistema dinámico de partículas subatómicas y entender que éstas y no el átomo son la unidad portadora de las cargas elementales de electricidad (electrones y protones) y, es más, la concepción por Bohr de su modelo atómico que sitúa los electrones en la periferia de los átomos.
Una tercera señal, alentadora para un científico, del rigor del propio trabajo es la capacidad creciente de superar prejuicios erróneos dominantes, dado que éstos se perciben con dificultad a menos que entren en contradicción bien con hechos confirmados a los que el hombre de ciencia ha de mantenerse irreductiblemente fiel o, sobre todo, con el, propio pensamiento, con la propia razón que ha de conducir su esfuerzo científico creador. El primer tipo de contradicción destruye el prejuicio aunque con frecuencia sea transferido, como ideología, a un nuevo prejuicio. Sólo en el segundo tipo de contradicción se puede desenmascarar el error o la banalidad del prejuicio y éste encontrar solución racional en el pensamiento integrador que se va constituyendo.
Por último, una cuarta señal para un investigador de que su pensamiento avanza puede consistir en el hecho de que en el proceso del pensamiento científico propio a lo largo de su vida el alcance a distinguir un núcleo o núcleos de aseveraciones cuya veracidad esté atestiguada por haber constituido la base lentamente consolidada de un cierto estrato de nueva verdad, a su vez paulatinamente reforzada, aunque menos plenamente entendida, y así sucesivamente, hasta llegar por pasos graduales al sistema de cuestiones al que haya conseguido elevarse. Así, la propia vida del investigador reproduce cuánticamente, tanto en su firmeza como en su inseguridad, el proceso general de la Ciencia en su conquista de verdad por tanteos vacilantes pero abocados a una comprensión real, objetiva, que van constituyendo la base cada vez más sólida y potencialmente más sencilla del conocimiento. Así el científico contribuye al progreso de la Ciencia conforme al dinamismo propio de ésta, que conduce desde firmes bases de partida hasta los problemas que hoy logra plantearse en términos concretos.
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