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Insectos y popes

Al mismo tiempo que el Gobierno de Estados Unidos hizo explosionar el primer ingenio que Oppenheimer y su gente habían fabricado, puso en marcha un sistema de observación sobre los efectos de la bomba atómica en los seres vivos que sobre la especie humana habría de experimentarse trágicamente poco después en Hiroshima y Nagasaki. En Los Alamos todo quedó pulverizado, pero al poco tiempo se comprobó que los insectos habían sobrevivido a la catástrofe.En el agosto de 1991, entre los manifestantes moscovitas que celebraban el fracaso del golpe, las cámaras pudieron observar a un joven pope enarbolando a modo de estandarte un retrato del último zar de todas las Rusias. Insectos y popes, cada uno en su terreno, parecen decididos a ser los herederos de la Tierra. Veámoslo breve y separadamente.

Hace entre 65 y 100 millones de años que desaparecieron los dinosaurios. Explicar esa añosa catástrofe ha llevado a científicos y especuladores a las más variadas teorías. Entre ellas parece que vuelve a estar en boga la del meteorito: el choque de un meteorito no excesivamente grande (se dice que con 10 kilómetros de diámetro bastaría) habría producido tal cadena de explosiones que el rey de la creación de la época (el dinosaurio) desapareció junto a, prácticamente, todo su entorno natural.

Los mamíferos, por entonces seres diminutos, aprovecharon la coyuntura para desarrollarse evolucionando hasta llegar, por ejemplo, al homo sapiens, como quien dice un recién venido a la Tierra, que tan sólo en 200.000 años se ha apoderado del planeta.

Divulgadores varios, que también este último verano se han hecho presentes, vienen especulando sobre la probabilidad de una repetición de la catástrofe. Esta vez la bola que mata golpeará de plano al actual rey de la creación. Aunque incomprobable, es previsible la secuencia: los insectos evolucionarían a su vez. Si el azar y la necesidad lo permitieran en otro centenar de millones de años, los insectos apropiadamente evolucionados descubrirían tal cantidad de yacimientos de homo erectus como para acabar con el paro de los arqueólogos de esa época.

El éxito que entre los medios de comunicación ha obtenido esta teoría-probabilidad del meteorito, independientemente de su valor científico, proviene de la morbosa atracción que ejerce una buena catástrofe sobre la mente humana. Desaparecido, provisionalmente, el riesgo de guerra nuclear, es preciso tener a mano algún mecanismo verdaderamente definitivo, omniarrasador, que no deje títere con cabeza (con todos los respetos, la amenaza ecológica no deja de ser demasiado light como consumo de catástrofes).

A largo plazo nos aguarda el insecto; a corto, ahora mismo, nos espera el pope con su zar, el ayatolá con su libro y... otros que no es prudente nombrar por el momento. Será preciso oponerse a los herederos de todos los irracionalismos que hoy se multiplican.

Hace tan sólo 200 años, ayer, como quien dice, el hombre comenzó a ser ciudadano. La Ilustración, la Edad de la Razón, lo ideó y lo trajo. La revolución marxista no quiso ser, en su origen, sino una ampliación de esa revolución: hacer de la igualdad una realidad social, no sólo jurídica.

Forzando la simplificación, podría decirse que el experimento leninista cometió un pecado contra la Razón y error de bulto. El pecado ha sido negar la ciudadanía, las libertades y la democracia, en nombre de entes mágicos irracionalistas, míticos: los intereses históricos de la clase obrera y, en suma, su representante en la tierra, el Partido. Por su parte, el error ha consistido en pensar que la planificación no chocaba con la capacidad de iniciativa, selección de estímulos y las más elementales demandas de movilidad física, social y cultural.

Esta experiencia, como respuesta para superar el capitalismo, ha sido un fracaso, pero las preguntas siguen ahí. Para no abrumar, podrían ser tres:

1. ¿Es racional, o siquiera estable, que con la ciencia y la tecnología hoy conocidas existan continentes enteros viviendo en la miseria?

2. ¿Es racional que los avances tecnológicos, aplicados bajo los mecanismos del sistema capitalista, produzcan paro y marginación en mayor proporción que ocio?

3. ¿Es racional que la identificación con una lengua común se haya de transformar ineluctablemente en Estados, fronteras, ejércitos y monedas diferentes?

Desde una óptica racional, la repetida respuesta es: no, no y no.

Sin embargo, el pensamiento racionalista (y no sólo de izquierdas) se autolimita a explicar des de la razón el porqué se producen estos y otros comportamientos social o individualmente racionales. El riesgo que nos espera es fácil de enunciar: el irracionalismo actúa, la razón explica. Ahora, como siempre, se trata de conocer el mundo y de cambiar lo, y la pregunta puede expresar se así: ¿es posible avanzar hacia cotas más altas de racionalidad social, sin que varíe la matriz básica y elemental de los comportamientos humanos? Si la respuesta es no, y probablemente es así, la política, en el sentido amplio del término, deberá servir, sobre todo, para cambiar (para ir cambiando) esos comportamientos. Empero, para que la política pueda ayudar a la reforma de esos mecanismos social e individualmente ha de ofrecer modelos distintos al meramente existente, debe mostrar lo que debe ser, no tanto lo que es. Siendo conscientes, eso sí, de que en la historia de la humanidad la horda es de anteayer y la revolución industrial de esta mañana mismo. En política habría de partirse del siguiente axioma: sin un impulso ideológico reformador no es posible una política de reformas.

Europa ha sido destruida social, física y moralmente muchas veces a manos de diferentes irracionalismos. Hace menos de 50 años que ha ocurrido por última vez. Por eso, a la salida de la II Guerra Mundial se puso en marcha un modelo social y político supranacional (es decir, antinacionalista) socialmente reformador. El modelo no está agotado; más bien está poco desarrollado, pero necesita un nuevo impulso, un paradigma más general que ya no podrá ser sólo europeo, sino que ha de ser universal, al menos en su vocación.

No hay excesivas razones para ser optimistas. Se diría que Europa atraviesa una etapa de perplejidad intelectual de la que se derivan políticas rutinarias (a no ser que se entienda como algo novedoso esa colección de recetas contra efectos perversos que es, o mejor fue, la llamada revolución conservadora).

Es preocupante que esa perplejidad y esas rutinas coincidan en el tiempo con auténticas revoluciones dirigidas por pensadores y líderes balbucientes. Los Yeltsin y Walesas sí saben lo que no quieren, y para ello les sobran razones; sin embargo, está por conocerse lo que quieren. Como suelen decir los británicos, cuando uno no sabe dónde va, acaba por llegar a otro sitio. Dicho de otra forma: aun sin meteorito, nos podemos llenar de hormigas.

Joaquín Leguina es presidente de la Comunidad de Madrid.

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