Una salud mental de cine
Ruptura metafísica. Revolución en los manicomios. Puente hipnótico al diván psicoanalítico. Revolución farmacológica, conductista, cognitiva. Antipsiquiatría. Y vuelta a empezar.Hoy ya pueden opinar todos, dramatizar y hasta dogmatizar sobre qué es la salud y la enfermedad mental: escritores, sociólogos, secretarias, economistas, oficinistas, banqueros... y todo aquel que se precie de tener un cierto barniz general sobre el trasfondo de la condición humana. Puede ser que psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas sean "todos unos dementes peligrosos". Puede ser que la sociedad esté esquizofrénica y aquellos que se rebelan, unos locos. Puede ser que las teorías abstrusas, contradictorias, y los diagnósticos floridos y prolíficos tengan como única finalidad controlar, aplastar los pocos genios que andan sueltos. Puede ser. Pero lo que sí existe es un malestar, ya preconizado por Henry Ey en 1945, en teorías y diagnósticos. Lo que sí existe es una curiosidad mórbida por lo mórbido. Filósofos, desde Bergson en Matiére et mémoire, hasta Marleau-Ponty en Phénomélogie de la perception, pasando por Hegel, Sartre y Thuilleaux se interrogan sobre la naturaleza de eso que se llama locura. Pero los Pinel, los Jaspers, los Laing o los Liberman no han encontrado respuesta: la confusión continúa. Quizá se deba a que, ingenuamente, creemos saber lo que estamos estudiando. Ambición fatua cuando "el hecho bruto no es más que un signo para el hecho científico", dice Ullmo. Seguimos aplicando sin vergüenza y con un descaro consensuado los criterios nosológicos occidentales que, con afilados cuchillos, cortan el límite de lo que es y lo que no es enfermedad mental, cuadro, síndrome o síntoma psicopatológico. Aun cuando dichos comportamientos sean tolerados -cuando no admirados- por ciertas culturas y, en absoluto, reconocidos como locura.
El sociogenetismo que sólo admite las circunstancias exteriores como predisponentes, precipitantes y mantenedoras de la locura es tan reduccionista como el psicogenetismo freudiano o el blogenetismo a ultranza de la escuela médica tradicional. La sociogénesis de cualquier cuadro psicopatológico implica una base orgánica, tanto en su origen como en su proceso; comporta una conducta personal, y supone un incidente histórico. Y así, todo hecho psicopatológico, toda forma e intensidad de locura está determinada por una pluralidad de factores: históricos, sociales, orgánicos y psicológicos. Por tanto, no sólo el profesional de la salud mental es el responsable de objetivar y tratar el hecho loco, sino que también el individuo que lo presenta, su historia y la sociedad donde habita son juez y parte del mismo. En la misma línea está Michel Thuilleaux cuando afirma: "...ya no es admisible hacer del enfermo la víctima indirecta de los ataques antipsíquiátricos, ya vengan de fuera como del mismo interior de la psiquiatría. Establecer la nobleza de un conocimiento de la enfermedad mental es también hacer callar la ironía odiosa y estridente que se perfila, tras la crítica gesticulante, respecto al enfermo encerrado en su angustia. Es hora, ha llegado ya la hora de desenmascarar a los seudopsiquiatras izados en unos pedestales augustos desde los que se dignan esparcir, sobre un gentío plácido y pretendidamente cultivado, migajas de discursos incomprensibles bajo la forma de borborigmos abisales". Pero no sólo estos seudopsiquiatras enmascaran la realidad de la enfermedad, sino que la filosoflia, la literatura y sobre todo el cine también han contribuido a meterla miserablemente en un atolladero plagado de distorsiones.
Históricamente, estas distorsiones se comienzan a perfilar después de la Primera Guerra Mundial. El psicólogo o psiquiatra aparecen en el cine y en la novela de los años veinte pintados a base de brochazos freudianos: luenga barba, gafas y un aire a la vez de perspicacia y confusión. Aquí se forja la imagen del terapeuta como un arqueólogo de la mente, como aquel que se dedica a exhumar traumas, los cuales, una vez expuestos al aire puro de la observación, conducen a la curación total de la enfermedad mental. En el momento mismo de la exhumación, estas películas muestran al presunto enfermo retorciéndose y liberando emociones que le salen del cuerpo como sapos y culebras; finalmente, le hacen abrir los ojos, y entre sudor y lágrimas, mirar con agradecida ternura al terapeuta. Lo preocupante de esta fantasía cinematográfica, que obvia lo complejo de la tarea psicoterapéutica, es que algunos miembros de la profesión la han encontrado irresistible, y a veces la han cultivado fielmente.
Después de la Segunda Guerra Mundial vino la antipsiquiatría. Este importante movimiento social, conceptual y terapéutico, que cambió radicalmente el concepto de salud mental, también llegó acompañado de su propia imagen profesional. Surgen dos retratos, más bien antitéticos, de los que contamos con muchos ejemplos en la cinematografia contemporánea. Cuando el cineasta quiere favorecer al terapeuta escogerá el prototipo benévolo: éste sigue barbón, pero las gafas son más modernas, tienen aros redondos y metálicos, ya no usa corbata -símbolo del establishment-, siempre va despeinado, no suele asearse, usa sandalias, se sienta en el suelo, fuma constantemente -ya sea una pipa o marihuana- y escucha, ama, empatiza, toca al cliente y le explica que la enfermedad mental es una forma de alienación social y existencial, y, finalmente, lo estimula a que complete el viaje interior a la locura... Cuando el cineasta no quiere favorecer al psiquiatra opsicólogo, escogerá una imagen malévola -por ejemplo, la observada en Alguien voló sobre el nido del cuco- Aquí, el terapeuta es un ente ignorante, cómplice del establishment, brutal en su represión e incapaz de distinguir entre la libertad de espíritu y la locura. Pero a veces el prototipo elegido es aún peor y al profesional de la salud mental lo convierten en el mismo tabernáculo del mal. Pongamos por ejemplo el psicópata de Sílence of the lambs, un ser inteligente, despiadado y satánico que encarna en sí toda la maldad del mundo.
¿Por qué estas visiones del profesional de la salud mental? ¿Por qué estos retratos manlqueos? El psiquiatra o el psicólogo no es ni el buen padre ,-que lo entiende y arregla todo-, ni un ángel de la guardia social. Ni tampoco un monstruo, un exorcista o un adivino. ¿Por qué a otros colegas -digamos gastroenterólogos, psicólogos industriales o cardiólogos- no se les pinta con unos brochazos semejantes? ¿Por qué no pintar al psiquiatra como realmente es, como un médico estudioso de la biología molecular, y al tiempo, de las contradicciones y rupturas de la conducta humana? ¿Por qué no decir que el psicólogo nunca ha podido, ni podrú, leer la mente de nadie, como con frecuencia le dicen a uno en reuniones sociales? ¿Por qué no decir que todo lo que estos especialistas pueden hacer es identificar enfermedades o problemas psicológicos basados sobre el reconocimiento de signos y síntomas que resultan de estudios empíricos y probabilísticos, no de teorías a prior¡? ¿Por qué no decir que esta tarea científica ocurre -como debe ser- en un contexto de respeto y de empatía al enfermo? ¿Por qué no decir que la imagen del arqueólogo de traumas es inexacta, que la evidencia científica en favor de tal tarea es muy limitada, particular-mente, en el tratamiento de enfermedades de origen orgánico, como la esquizofrenla o la psicosis bipolar? ¿Por qué no decir que en la clínica real se combinan armónicamente el tratamiento farmacológico con la terapia convulsiva, la modificación de conducta, la terapia cognitiva o psicodinámica con programas de intervención psicosocial?
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Una salud mental de cine
Viene de la página anteriorLas estereotipias deben desaparecer porque, fundamentalmente, hacen daño a la gente que sufre desde un trastorno de ansiedad hasta una depresión o una esquizofrenia. Aceptar que la enfermedad mental necesita para su tratamiento facilidades asistenciales específicas y que no se resuelve en la magia de un consultorio privado es el primer paso. Primer paso para que los poderes públicos se vean forzados a financiar servicios psiquiátricos y psicológicos que el usuario pueda utilizar con eficacia. Ya basta de largas colas en el dispensario de turno, en donde la angustia se despacha en dos minutos a cambio de cuatro pastillas. O mejor, seis.
Los genuinos trabajadores de la salud mental son aquellos que cuidan día a día los miles de enfermos crónicos, con defecto esquizofrénico o con demencia. A través de estos cuadros y muchos otros que incluyen la depresión, el alcoholismo y la drogadicción, se gastan miles de días de trabajo sin resultados aparentes. Y aquellos en pos¡ciones de decisión y poder es importante que distingan entreestos dos principales tipos de problemas. Por un lado, los tropezones vitales y magulladuras de la felicidad humana, que se resuelven en el diálogo tranquilo de una consulta privada, donde el alto financiero, el profesional libre o el artista adinerado gozan de la seguridad de tener un psicoterapeuta personal en su toma de decisiones y estrategias de enfrentamiento; por el otro, tenernos la enfermedad mental real, aquella que nadie quiere mirar a la cara: porque es triste, tiene mal olor y devora al ser humano, y al que pille por delante, sin contemplaciones.
Por tanto, en la imagen de la salud mental que consideramosadecuada no hay espacio para pronunciamientos políticos apriorísticos (tales como que hay que cerrar todos los hospitales mentales porque todos, sin excepción, son prisiones para el cuerpo y la mente). Ni hay tampoco espacio para la creencia, igualmente errónea, de que la psiquiatría sólo se puede llevar a cabo en los manicomios. Una realidad eficaz se encuentra entre los dos polos: muchos más servicios comiinitarios y programas organizados de actuación psicosocial, pero también facilidades para aquellos que requieren hospitalización a corto o largo plazo. Un modelo mixto, donde se incluyan los servicios comunitarios, el hospital general y el manicomio Moderno, todos conectados en una red permeable, que oferte a los enfermos una asistencia continua y por un mismo equipo terapéutico. Este modelo, llevado a cabo, sobre todo, con sentido común, además de evitar las revolving doors, permitiría que cada profesional de la salud hiciese: su propia revolución in situ y, no en un motel, como en la Psicosis de Hitchcock.
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