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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 13 - LA RIOJA
Tribuna
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La isla cóncava

Foto: Cristina García RoderoEl amigo riojano, asomado a su barba de opositor o de poeta de la distancia, sumergía de vez en cuando los ojos en las últimas copas de la madrugada y, al levantarlos, parecían empapados de hipérboles y de nostalgias.

-No te lo vas a creer. Pero de Alfaro para arriba las estrellas brillan mejor.

Y lo decía con esa firmeza incontestable de los marinos, esos que señalan el agua y nos hacen mirar bajíos y roquedales, bancos de atunes y alfombras de lenguados ahí donde el resto de los humanos sólo acertamos a ver la llanura inhumana del agua enorme. Otros paisanos apasionados hubieran hablado de los límites de su pequeña patria acogiéndose a otro tipo de sentidos: el aroma de los jazmines murcianos; el vuelo de la milana castellana; el rumor de los arroyos navarros o el tacto súbito del viento cantábrico en el rostro. Pero el amigo riojano me habló de las estrellas distintas de su tierra, y fue una manera como otra cualquiera de creer que La Rioja era ese territorio de dimensiones dulces excavado en lo más profundo de nuestras fronteras mentales, un espacio de España que algún día debió ser isla y a la que sólo el paso incesante de los hombres transformó primero en puente, luego en plaza y hoy en enorme castillo encantado que acoge por igual a los vascos con ganas de secarse las bronquitis o el impuesto revolucionario, a los urbanitas con necesidades de silencio y a los brokers abstemios con dólares verdinegros como los pámpanos del verano.

La hipotética insularidad de La Rioja es algo que la inapelable naturaleza de la geografía nunca conseguirá negar. Este es un país pequeño que se ve a simple vista y que se puede caminar a la velocidad cansina del gran río. La Rioja es tina enorme isla cóncava con los acantilados abruptos de la sierra de Cantabria al norte y los arrecifes suaves pero implacables de la sierra de la Demanda al sur. A la entrada al Ayuntamiento de Logroño, bajo una sombra espesa desde la que se ve reverberar la incandescente plaza del edificio de Moneo, tres hombres comentan la actualidad del día. Por lo visto, un grupo económico americano acaba de lanzar una OPA hostil sobre Bodegas Bilbaínas. El otro le responde que el Logroñés ha ido a comprar un goleador austríaco. Y el tercero apostilla con el descubrimiento de los dinosaurios de Calahorra. "Nos vamos a divertir". "Y a lo mejor hasta ganamos algo". No se sabe si hablan de vino de fútbol o de paleontología, pero, por lo visto, el movimiento es más importante que el beneficio. Lo dicen de pie y con esa tranquilidad transoceánica que sólo se experimenta en los puertos de mar, cuando los diarios llegan siempre mucho después que las noticias. Esta mañana de julio pasan cosas en Logroño. Menos el aire, que ése se ha quedado enredado en las viñas y no parece querer salir ni siquiera de noche.

En la famosa calle del Laurel, el bochorno se nota. El deporte logroñés por excelencia es correr los 150 metros bares en esta pista de la amistad y del copeo. Bastan unas cuantas docenas de grupos blandiendo sus cervezas para que una calle se convierta en un salón. Van apareciendo plazas en el Logroño viejo, y en cada plaza brotan los toldos y los parasoles de la luna. Ésa es una ciudad que prefiere mirarse en los ojos del interlocutor antes que en sus propias fachadas.

El mapa cuenta que por Logroño pasa el Ebro, pero sólo es un pretexto para los puentes y una excusa para el remojón de urgencia en la playa fluvial. El río se intuye, pero no se vive. Igual que el mar en Barcelona, resignado durante años a ser como un mero fondo pintado del belén urbano. El Ebro nocturno pasa por Logroño de puntillas, con esa senilidad precoz del joven que se sabe hurgando en el secano. Pero a la luz del sol ese río no ha perdido su espesor nocturnal. Parece como si resbalara entre el paisaje, junto a las pequeñas casitas entre el tren y el agua y esos meandros profundos jaspeados de cepas. A la hora máxima del sol, en el pequeño barrio de El Cortijo, hasta el Ebro parece sobrero. Se ve venir de lejos un carrito en su aura de polvo. El burro lleva arreos de fiesta antigua, y el anciano se cubre el sol con una sombrilla con flecos y una gorra de jugador de béisbol. Cuatro perros minúsculos descansan bajo la sombra cuadrada del carruaje. "¿Hay algún puente para ir al otro lado?". Suenan las cigarras como un redoble, y una gota de sudor cae sobre la carrocería con sonido de platillos. "No hay puente. Lo hubo hace tiempo, pero no lo han arreglado". Lo ha dicho con sorpresa, como si en realidad quisiera comunicamos la inutilidad de los puentes en un paisaje que se posee con la mirada desnuda. Más adelante comprobaremos que el puente sin arreglar que el anciano atribuía a la incuria secular de Obras Públicas no es otro que el puente romano de Montible. Ahí está con sus arcos absurdos como un hito que en aquel preciso lugar marca las supuestas diferencias entre la uva de Lan y la uva de Domecq, entre La Rioja alta y La Rioja alavesa. Y el río, impasible, es la cinta verde que convierte el paisaje en un regalo.

Por La Rioja alavesa, las viñas tienen hechura de jardín y de trabajo a mano. Las carreteras curvean entre carteles de distintas administraciones que intentan llegar con el nombre ahí donde el arado no vacila. En Laguardia, unos cosecheros ofrecen vino de distintas añadas a clientes que vienen de muy lejos con veneración de Lourdes o de Fátima. También ellos hablan de los dólares del vino y recuerdan cuando Pepsi-Cola se quedó una prestigiosa bodega para embotellar sangría. En Elciego, el arifitnióri de la pequeña Bodega Palaciana muestra como referencia de la calidad de su vino unas fotos de Julio Iglesias descorchándolo en su casa de Miami. De nuevo los americanos enredando la identidad ancestral de esa Rioja indiscutible. Y en Villabuena, un pueblo situado entre rótulo y rótulo de Euskal Jauralitza, una señora va secando vasos de cristal: "Ahora dicen que somos vascos", murmura mientras los vuelve a llenar. Y añade: "Será".

Nos sentimos en La Rioja alavesa por esas pintadas insurreccionales escritas en euskera que dan un perfume libanés a las lindes de piedra. Es éste un paisaje casi textil, formado por retazos de zurcidos vegetales, unos al derecho, otros al bies, como un gigantesco patchwork atomillado en el suelo por los oscuros remaches de las sombras. Porque el fruto más preciado del verano riojano es, sin duda, la sombra. En Haro, a la hora del café apenas se puede respirar el aire mineral de la siesta. A esas horas lo más fresco de Haro es el nombre de uno de los bares de la plaza: Café Suizo. Y en el cine interior de la memoria aparecen de pronto cumbres nevadas y vacas traviesas entre Heidis lecheras. Pero el frescor semántico dura tan sólo un instante. Una mujer cruza la plaza con la resignación de las retiradas arrastrando a un niño con querencia de piscina. Alguien pregunta: "¿Qué está haciendo Perico?". Y Perico, el pobre, debe de estar soñando en su siesta segoviana mientras Induráin espera ser el ungido por la gloria. Suenan cuatro campanadas, y Haro deja el Tour y se pone pausadamente en movimiento. En el restaurante Terete cierran la puerta del horno de asar y un leve tintineo de cristales empieza a subir de las cintas embotelladoras de las cavas como un entreno de futuros brindis.

Luego el vino cede el paso a los trigales que se encaraman monte arriba por las vegas del Oja y del Tregua. Es un trigo luminoso y restallante que lleva el fuego en sus raíces. En las afueras de Santo Dormingo, los hombres miran impotentes cómo arde un campo, y cuando llega la Guardia Civil con una manguera el aire huele a tahona y a la catástrofe interior del pan que no pudo ser. Se acercan unos austnacos fondones en bicicleta y resoplan mientras preguntan el camino de San Millán. El camino de Santiago está atestado de gente que se funde entre el sol y el asfalto, peregrinos que van con una vieira en busca del agua y que ignoran ese vino fronterizo que les ve pasar. "Lo mejor siempre está en los límites. Ahí donde acaba la viña y empieza el olivo está el mejor vino. Y ahí donde acaba el olivo y empieza el bosque se hace el mejor aceite". La mujer de Berceo remata la sentencia lanzando un cubo de agua a la calle como punto final de la limpieza. También en el monasterio de Yuso están de obras de limpieza en la fachada y alguien se ha dejado en la pared principal una placa en memoria de José Antonio, olvido o reconciliación de la España de los límites. Los austríacos peregrinos sacan fotos del paisaje sin sospechar que en ese muro de Yuso coinciden las primeras palabras de la lengua y las últimas de la razón. Pero ya casi es de noche, cuando la histona pierde sus artistas, las estrellas rielan en el tinto y cada pueblo desaparece del paisaje para acostarse por unas horas, como los genios encantados, en la etiqueta de una botella bordelesa.

Mañana: Castilla y León / 1

Infantas, páramos y alcores

Ana María Moix

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