Los bosques sólo son arboles
Cuenta una tradición, seguramente inventada, que, con el fin de contemplar a gusto la construcción de El Escorial, Felipe II se hacía llevar a un lugar alejado conocido ahora como la Silla de Felipe II. Me he sentado yo ahora en este trono de granito, entre los pinos de la sierra de Guadarrama, y he leído en una placa grabada en la roca la orden del rey prudente al Consejo de Castilla, en 1582, de que se plantasen tantos árboles como fuese posible porque, de lo contrario, "los que bieren despues de nosotros an de tener mucha queja de que se los dejemos acabados". Me parece muy loable, además de muy actual, esta defensa de los bosques por parte de aquel rey, y, además de servirme para explicar la maravilla forestal de la sierra, me confirma que, si bien Felipe era muy español por su religiosidad a ultranza, era también muy renacentista en su Pasión por la arquitectura, el arte, los libros y los jardines. Le venía el gusto por la naturaleza del viaje que hizo a los Países Bajos, cuando aún era príncipe regente y lo cumplió con el carácter obsesivo y tenaz que le caracterizaba, tanto en El Escorial como en Aranjuez, en la Casa de Campo, en El Pardo o en La Granja. Para empezar, hizo venir un pequeño ejército de 30 jardineros a El Escorial.Todo esto sería muy hermoso y hasta muy apropiado para defender el ecologismo hispánico si no fuese porque otras noticias nos informan de lo contrario. De hecho, las contradicciones y los contrastes exagerados nos sorprenden a cada paso en la comunidad madrileña como centro y ejemplo de la Españas. A partir de la instalación, por el mismo rey, de la Corte en el villorrio de Madrid, en 1561, se procedió sin contemplaciones a talar los bosques de lo que ahora es provincia y comunidad de Madrid, con el fin de disponer de madera para las nuevas construcciones, de modo que mientras crecía y crecía el monstruo capitalino, "los alrededores de la ciudad perdieron la protección frente a los embates del cortante viento de la sierra", como dice una guía. Y no habrá de extrañarnos que en una tierra donde tan famosos llegan a ser los alcaldes, como el de Zalamea y el mejor alcalde el rey, en el teatro, o el de Móstoles y Tierno Galván, en la realidad, el del entonces pequeño pueblo de Galapagar osase decir que "el rey hará aquí su nido de oruga que se coma esta tierra", para significar que El Escorial se habría de construir en detrimento de la riqueza forestal, agrícola y ganadera de las zonas vecinas.
Observando estas cosas, le cuento a mi acompañante lo mucho que me reí hace años cuando leí que Ortega y Gasset, en Las meditaciones del Quijote, aplicaba el dicho germánico de que los árboles no dejan ver el bosque a la sierra de Guadarrama. No puede negarse que son tupidos además de hermosísimos, estos bosques de encinas, de robles y de diversas variedades de pinos, entre los que me gustan de manera especial los pinos de Balsaín, altos, rectos, corpulentos, de tronco que pasa del marrón grisáceo al vivo color salmón, bajo la gran copa en forma de copa. Pero dificilmente podemos imaginar en estos bosques, bajo este enorme cielo y en esta luz tan limpia y clara que fascinó a Velázquez, la fantasmagórica ensoñación germánica que traza don José, a quien, no sin motivo, pero con evidente malevolencia de cuña madrileña, se le llamó, por comparación con el emperador Carlos, Filósofo I de España y V de Alemania.
Pero mi acompañante, natural de Jutlandia, me responde que más que ser los bosques sólo árboles, en España hay escasa pasión por conocerlos, pues haberlos, dice, los hay, y llama mi atención sobre la poca gente que veranea en un lugar tan privilegiado como El Escorial, y la poca que hay es gente de edad, como si sólo fuese una estación balnearia, donde los jóvenes brillan por su ausencia.
Yo le doy la razón y me confieso poco proclive a entrar en bosques y perderme en espesuras, y, por si piensa mal, digo que lo último que sería en mi vida es cazador furtivo. Pero me encantan los jardines. De la también escurialense Casita del Príncipe me atraen, sobre todo, los jardines que la rodean, con pinos esponjosos y gigantes secuoyas, con cedros azulados y castaños espesos, con magnolios de grandes flores y encinas de corteza de rinoceronte.
La melancolía de Aranjuez no es hija de la dejadez. Todo lo contrario, el Palacio, la Casa del Labrador, los edificios institucionales, los jardines, todo está muy cuidado y se ven por doquier los andamios de las restauraciones. La melancolía nace de la observación de mi acompañante de haber tan pocos turistas en lugares tan atractivos, de hallarse sólo unos viejos en los parques y unos niños jugando en los rincones y unos pocos hombres charlando en la cantina del paseo. Se animan los restaurantes, pero sin exceso, a la hora de las comidas y las cenas. "Porque es verano", digo. Pero mi acompañante observa: "Sí en verano es así, ¡cómo será en invierno!". Y juntos recordamos los pocos coches que hemos encontrado en la sierra, en Navacerrada o camino de San Martín de Valdeiglesias, y los contados veraneantes en El Escorial, en Cercedilla, en El Paular, y las familias que se pueden contar con los dedos de las manos en torno del pantano de San Juan y que a mí me recuerdan a aquellos jóvenes populares y urbanos que Rafael Sánchez Ferlosio reflejó con tanto genio en El Jarama, pero más de 30 anos después, con barriga y con hijos. No se comprende cómo una población tan gigantesca, de tres millones y medio en la capital y de millón y medio más en el resto de la comunidad, no dé multitudes en los pueblos ni columnas de coches en las carreteras provinciales. Las autopistas de entrada y de salida de Madrid están, desde luego, a rebosar mañana, tarde y noche, y las poblaciones populares de industria y dormitorio, como Getafe, Alcorcón o Leganés, son hormigueros gigantes. Como si la gente ya no supiese vivir a sus anchas y buscase los apretujones. Si me sorprende, no es porque el barcelonés sea distinto, sino porque aquí, en la meseta, contrastan aparatosamente las poblaciones hacinadas con el yermo de colinas.
Y de pronto, Chinchón. Está de fiesta, y, en la bonita plaza porticada, el óvalo de madera encierra una novillada de lances más familiares que peligrosos, y luego los jóvenes del pueblo esquivan más que torean novillos de poco o ningún genio, y al final los niños, más pequeños que David, se enfrentan a vacas mansas, casi sagradas. Está todo el mundo en la plaza y en las calles, alternando, bebiendo, jugando, y es un placer escuchar los comentarios.
Si Felipe II, además de promover la arquitectura, el arte y los bosques, creó en El Escorial una biblioteca que nadie pudo o quiso utilizar, el cardenal Cisneros fundó la Universidad Complutense, que en el siglo XIX pasó a Madrid, y promovió la Biblia que los españoles fueron disuadidos de leer. Sólo ahora vuelve a surgir -por obra y gracia de las instituciones competentes y del rector, Manuel Lara- la Universidad de Alcalá, como un renacimiento del Renacimiento. La casi entera recuperación de la ciudad del siglo XVII (milagrosamente conservada, aunque muy deteriorada, dentro de la moderna Alcalá), con sus edificios universitarios, sus colegios, sus iglesias y otros edificios, es una de las obras más ingentes y acertadas que se están haciendo actualmente en España, y más si se le suman las instalaciones modernas y funcionales, la recuperación de un teatro que encierra la historia del teatro español y todo cuanto requiere una ciudad universitaria de hoy a la altura de las mejores de Europa. Y aún, en esta ciudad no menos ilustre y famosa porque en ella nació Cervantes, la biblioteca y el jardín botánico, que le hacen exclamar "Para que los españoles conozcan la naturaleza" a mi acompañante, la mujer de Jutlandia.
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