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CASO PENDIENTE

interrogantes para un crimen mafioso

Doce años después, la muerte del abogado Rafael Martín-Peña sigue rodeada de oscuridad

Rafael Martín-Peña Manrique, de 46 años, abogado, presidente de la Federación Española de Judo, aparcó su lujoso automóvil en el garaje de la calle del General Oraa. Caminó los 100 metros que le separaban de su casa. Abrió el portal y se encaminó hacia el ascensor. Pero no tuvo tiempo de tomarlo, porque un hombre que empuñaba una pistola le reventó la cabeza de un disparo. Un asesinato al más puro estilo mafioso. Ocurrió en los primeros minutos de la madrugada del 5 de octubre de 1978. Doce años después, el crimen está rodeado de tinieblas.

El 4 de octubre de 1978, Martín-Peña almorzó en el lujoso restaurante La Fragua, en el barrio de Salamanca. Era un alto directivo de la empresa Proasa (Protección y Asesoramiento, SA) y a media tarde se reunió con otros compañeros en el despacho de un abogado, en la calle de San Agustín.Desde ese mismo bufete, telefoneó a su mujer, Carmen García Cabrerizo: "Llegaré tarde. Me he olvidado las llaves. ¿Puedes dejármelas donde siempre?", le preguntó.

Martín-Peña había dejado su Mercedes aparcado cerca de La Fragua, por lo que pidió a un amigo que le acercara hasta allí para poder recoger el coche. Acababan de dar las doce cuando llegó al garaje. Aparcó y caminó hacia su domicilio del 82 de Príncipe de Vergara.

¿Estaban esperándole en la calle los hombres que le asesinaron? ¿Eran conocidos suyos? ¿Cuál fue el motivo de semejante ejecución a sangre fría? ¿Por qué no lo liquidaron en la soledad del garaje? "Mi marido era desconfiado. No habría propuesto subir a casa a alguien con quien no tuviese confianza", declaró entonces Carmen.

¿No pudo suceder que el abogado entrase en el portal y que ni siquiera pudiera ver la cara del tipo que le mandó al más allá? Aquel sujeto le colocó el cañón en la cabeza y apretó el gatillo dos veces. Apenas transcurrieron décimas de segundo entre un tiro y otro. Una de las balas le entró por debajo de la oreja izquierda y le salió por la derecha: una herida mortal de necesidad.

El criminal no se molestó en disimular. Podía hacer robado el reloj o la cartera a la víctima para hacer creer a la policía que el homicidio había sido el resultado de un vulgar atraco. Pero no. Rafael Martín-Peña conservaba en los bolsillos de su traje 18.000 pesetas, dos talonarios de cheques, su reloj Universal Genéve...

Alguien dijo que los autores del asesinato habían sido dos individuos que habían sal Ido precipitadamente del portal para subir a una motocicleta con la que pusieron tierra de por medio a toda velocidad. Y alguien añadió que, además de esa pareja, hubo un tercer hombre que se esfumó tranquilamente después de mirar a un lado y a otro de la calle.

La policía comenzó las pesquisas sin pérdida de tiempo. Los agentes hablaron con unos y con otros, y poco a poco fueron buceando en la vida y milagros de Martín-Peña, padre de cinco hijos y propietario, entre otras muchas cosas, de un Rolls Royce, un Mercedes y un Lamborghini. Los inspectores supieron así las movidas que se habían sucedido en los últimos tiempos en la compañía Proasa, en la que había logrado escalar hasta la mismísima presidencia gracias al acuerdo tomado por la junta de accionistas unos meses antes de su fallecimiento.

Los agentes indagaron también en los conflictos vividos por Martín-Peña en la Federación Española de Judo. Investigaron los rumores sobre su presunta relación con el tráfico de armas. Rastrearon la posible cara oculta del abogado. Tampoco desecharon la reivindicación efectuada por un desconocido Servicio de Inteligencia Anticomunista Internacional. Los sabuesos de la brigada llegaron a saber muchas cosas sobre aquel hombre. Pero jamás consiguieron demostrar quién empuñaba el arma que le mató.

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