¿Qué tal, Carlitos"
El Banesto descubrió en Jaca la debilidad de LeMond y la fuerza de Induráin
Son muchos los detalles de una carrera que quedan archivados por la voracidad con que se consumen kilómetros. Hace algo más de 24 horas, LeMond era el favorito indiscutible, Induráin un perfecto enigma y el Banesto un equipo todopoderoso. El cambio llegó con el ataque masivo de Induráin. Para entonces, más de media España clamaba contra los Banesto y su inmovilismo, cuando ellos sabían que el hombre fuerte era Induráin y apostaban a que LeMond caería. Las presunciones descansaban en pequeños detalles, como una frase de Induráin: "¿Qué tal, Carlitos?"
Detalles que permiten adivinar si 12 etapas llanas recorridas a gran velocidad van a pasar o no factura a determinados corredores, tarea que no es fácil porque no hay instrumentos de medida para calibrar estado de forma, mentalidad y disposición al sufrimiento de cada protagonista. Llegando a Jaca, sorteando la polémica, Echávarri se metió en la cama el jueves seguro de que Induráin era su hombre y Delgado atravesaría un bache, pero convencido de que LeMond estaba en una posición aparentemente más débil. Dos situaciones bien diferentes le condujeron a semejante conclusión.Por ejemplo, el jueves hubo mucho intercambio de palabras entre los directores del Z y del Banesto y entre Delgado y LeMond. El americano socilitaba cooperación para reducir la escapada de Leblanc, Mottet y Hampsten. Banesto accedió a ello y puso en cabeza a tres corredores (Rondón, Philipot y Bernard) de los cinco que disponía (quedaban Delgado e Induráin). LeMond había perdido a Cornillet y Duclos Lasalle; estaba solo. "Yo he puesto tres, vosotros poner uno", decía Echávarri. Y ese uno sólo podía ser LeMond, que se resistía a ello si no trabajaban Delgado e Induráin. No hubo acuerdo, pero LeMond tuvo que trabajar. Echávarri estaba convencido de que llegaba a Louron tras sufrir más desgaste que otros años.
Unos cuantos kilómetros antes, en una de las escasas acciones de refriega que vivió aquella jornada aparentemente inocua, LeMond empujaba de un grupo en el que no viajaban ni Delgado ni Bugno, retrasados a consecuencia de sendas caídas. El segundo del Banesto, Eusebio Unzúe, pudo observar cómo esos corredores llevaban el rostro crispado por el cansancio y adelantaban a su vehículo. Detrás de ellos iba Induráin, poco menos que silbando.
LeMond, enrojecido su rostro, sudoroso, apretaba los dientes, agachaba la cabeza. Diríase que echaba el resto. Induráin, casi a su rueda, destilaba la tranquilidad de un ciclista dominguero. "¿Qué tal, Carlitos?", dijo al adelantar el coche de Banesto (por el mecánico que viajaba en el asiento trasero). Induráin silbaba en bicicleta y LeMond refunfuñaba. Uno trabajaba y el otro disfrutaba. Unzúe reparó en esta anécdota el jueves. No les quedaba ninguna duda a los Banesto: Induráin estaba como una moto.
Y como una moto estaba. Cuando atacó en el descenso del Tourmalet, nadie dudó. Sólo varió el programa cuando Chiapucci se desembarazó de LeMond y se le recomendó a Induráin esperarle; era un gran companero de viaje. Los pequeños detalles, como sucede tantas veces, habían anticipado los acontecimientos. LeMond crispado; Induráin silbando. ¿Acaso no era una prueba irrefutable?
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