Accidente

Había ido a aquella ciudad desconocida para cumplir un encargo relacionado con los últimos deseos de su padre. A mediodía había terminado las gestiones y buscaba, a contraluz, un taxi que le devolviera al hotel. El sol estaba en el punto más alto; la ancha calle y los escasos transeúntes parecían trazos de una acuarela desvaída. Fue a cruzar y oyó a su espalda, muy cerca, el chirrido de un freno. Siguió andando sin mirar atrás para no enfrentarse a la furia del conductor.De súbito, se encontró al lado del hotel. Entró en el ascensor, apretó el botón correspondiente y la caja de acero se cerró. Una inquietud difusa se había instalado en la periferia de su vientre. Esperó unos segundos y advirtió que el ascensor no se movía. Un instante después estalló en su cerebro la idea de que había muerto al atravesar la calle. Sin duda, el coche no había frenado a tiempo y ahora él era un cadáver que continuaba haciendo por inercia las mismas cosas que cuando estaba vivo. Se miró en el espejo: un sudor disolutivo había licuado los caracteres de su rostro. Cuando iba a gritar desesperado para que le sacaran de allí, se abrió la puerta y comprobó que, pese a no haber advertido ningún movimiento, se encontraba en su piso.
Entró en la habitación agobiado por la sensación de haber fallecido. Puso una conferencia y habló con su mujer. Todo parecía normal, pero la angustia no le abandonaba. Se tumbó y pensó que la conversación telefónica no había llegado a producirse más que en su imaginación. Necesitaba salir a la calle.
Bajó por las escaleras y abandonó el hotel. Al atravesar la calle vio a un sujeto que se parecía a su padre. Se volvió a mirarle y escuchó a su espalda el chirrido de un freno. Notó que sus huesos se quebraban sin dolor y en los segundos que tardó en perder la conciencia fue feliz.
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