_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Discursos y mensajes del Rey

Siguiendo lo que puede constituir ya una costumbre, el Rey se ha dirigido a todos los españoles, desde tierras andaluzas, con unos discursos que, como en sus mensajes navideños, han provocado cierta polémica: elogios y reservas, aunque respetuosas, y, en todo caso, comentarios múltiples. Concretamente, por sus referencias a la función de los medios de comunicación en una sociedad democrática (en su mensaje navideño último) o por su llamada de atención ante algunos fenómenos sociales y políticos recientes.No voy a valorar, en estas notas, el eventual contenido polémico de estos discursos y alocuciones, ni, por supuesto, entrar en los juicios emitidos por cualificados periodistas y analistas políticos. Lo que sí intentaré apuntar es otra cuestión más general: la base jurídica y el sentido político de esta práctica real, convertida en uso o costumbre, en el marco de una prerrogativa atípica, de nuestra actual Monarquía parlamentaria. Y, concretamente, dar mi opinión sobre su validez, bondad y conveniencia.

La naturaleza y facultades de la Monarquía vigente (Rey y Corona), como es sabido, se contemplan en el título preliminar de la Constitución (artículo 1.3), de forma sistemática y extensa en el título segundo (artículos 5665) y en otras disposiciones (artículos 90-92, 114-115, 151). Su propio origen inmediato peculiar (ruptura de facto con la legalidad franquista, ley para la reforma política, legitimidad histórica, Constitución) son otros datos importantes para cualificarla correctamente.

Sin duda, dentro de los tres grandes modelos de la formulación monárquica contemporánea (monarquía absoluta o autorítaria, doctrinaria o progresista), la que se establece en la Constitución de 1987 hay que incluirla en esta última tipología. Más aún: por una serie de circunstancias internas y externas y, sobre todo, por una voluntad política cierta, es la más democrática y parlamentaria de nuestra historia: la institucionalización de una democracia coronada. La soberanía residirá no ya en el Rey, o en las Cortes con el Rey, sino en "el pueblo español, de] que emanan los poderes del Estado" (Constitución, 1.2): las Cortes representan al pueblo y ejercen la potestad legislativa (artículo 66), y el Gobierno dirige toda la política y ejerce el poder ejecutivo (artículo 97). Así, por principio, la democracia adopta la forma monárquica, haciendo coincidir forma política de Estado y forma jurídica de gobierno (Manuel Aragón).

Símbolo estatal

De aquí que la Monarquía -Rey y Corona- se definirá, en primer lugar, como símbolo estatal (unidad y permanencia), pero también otras prerrogativas: arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, asumiendo "la más alta representación del Estado en las relaciones internaclionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes", (artículo 56. 1). Para salvaguardar esta alta magistratura y símbolo del Estado, y en consonancia con las monarquías democráticas europeas, él Rey es inviolable y no tiene responsabilidades políticas: el refrendo es, así, obligado. y necesario para todos sus actos (artículo 56.3 y artículo 64, con una excepción: nombramiento y cese de los miembros civiles y militares de la Casa Real). Por otra parte, en el artículo 62, en sus 10 apartados, se especificarán las competencias reales, y en ellas, el principio democrático prima también inequívocamente sobre el viejo principio monárquico (absolutista o doctrinario), aun cuando se mantengan simbólicamente prerrogativas que, a través de todo el engranaje constitucional, perfeccionan la operatividad del principio democrático. La idea central de los constituyentes, con algunas concesiones pactistas a la ambigüedad inevitable en toda Constitución de consenso, fue clara: la Monarquía, en cuanto democracia coronada, para emplear una distinción convencional pero útil, debía descansar en la auctoritas y no en la potestas. De ahí, con todas las interpretaciones varias y discrepantes, el sentido de la expresión "Monarquía parlamentaria" (así, entre otros: C. Ollero, Pedro de Vega, ó. Alzaga, M. Herrero de Miñón, P. Lucas Verdú, M. Martínez Cuadrado, M. Jiménez de Parga, A. López Pina, Jorge de Esteban, R. Cotarelo, J. González Encinar y M. García Canales).

¿Qué naturaleza, jurídica y política, tienen, en este contexto, las declaraciones -mensajes, discursos, manifestaciones-, públicas y solemnes, no meramente formularlas, del Rey? ¿Discursos institucionales, via facti, o discursos personales? En cierta medida, esta cuestión remite a relacionar lo dicho anteriormente, y, sobre todo, al artículo 56 con el artículo 64, ya que en ninguna de las facultades expresas (artículo 62) se habla de estos actos públicos. Una contestación sobre este problema nos llevaría -con doctrina dividida- a elegir entre una de estas dos tesis: la de aquellos autores que resaltan el valor simbólico (auctoritas, alta magistratura moral nacional) y la de otros que, sin excluir ésta, incidirán en contenidos políticos, aunque sean limitados y adoptados flexiblemente (potestas, en el marco de árbitro y moderador). Ambas posiciones, por la ambigüedad constitucional, son defendibles: el Rey es símbolo, pero también arbitra y modera. En pro de la primera posición, un discurso habitual y solemne tiene un carácter de "acto público", y éste es un dato que, forzosamente, no puede marginarse.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Desde el punto de vista jurídico-político en base al genérico principio democrático, que informa la Constitución, y en la medida en que nuestro sistema de convivencia institucional se ha ido consolidando, perfeccionar la Monarquía es también perfeccionar la democracia parlamentaria -"democracia avanzada"-, en su horizonte utópico y declarativo (preámbulo constitucional).

Indudablemente, estos discursos o mensajes -y de manera específica este último- no alteran ni la naturaleza de la monarquía, ni las competencias reales: la exageración es siempre enemiga de la racionalidad y del buen sentido. Sin embargo, podrían abrir hipotéticamente un camino innecesario y gratuito: provocar roces o conflictos con el Gobierno, con el Parlamento o con otras instituciones. En otras palabras, llegar a cierta desnaturalización o confusión de nuestro sistema constitucional y de la Monarquía en perjuicio de ambas: clarificar, por ello, parece más conveniente. Sin importancia grande, pero significativa, como ejemplo de esa confusión, es el siguiente: en algunas ocasiones se dice que el presidente del Gobierno "despacha" con el Rey, cuando lo que debe decirse es que aquél le "informa": obviamente son dos cosas diferentes.

Tres opciones jurídico-políticas pueden considerarse ante esta cuestión. La primera, mantener, con los eventuales riesgos o costes, la ambigüedad legal del statu quo: refuerza el carácter simbólico y, al mismo tiempo, desliza la auctoritas hacia una potestas suave: pero, como contrapartida, al incluir en estos actos públicos solemnes -si se incluyen- asuntos polémicos, aunque tratados con mesura, la propia institución o la auctoritas real puede levantar polémica. Por ello, no creo que sea ésta una opción adecuada. La segunda posibilidad podría consistir en la eliminación de estos actos públicos, declarativos y solemnes, o, en su caso, más razonablemente, la exclusión de los mismos de aquellos contenidos que pudiesen resultar encontrados o fronterizos con la polémica, salvo situaciones muy especiales. La tercera opción sería la siguiente: conjugar el reforzamiento de la auctoritas del Rey con el reforzamiento del principio democrático, es decir, que los actos públicos notoriamente importantes se expliciten como la expresión del Gobierno que rija en aquel momento la nación. El Rey se hace así portavoz de la voluntad nacional y del Gobierno del Estado, dentro de una coyuntura política determinada, con los matices y formas de su auctoritas.

Autoridad moral

Desde esta perspectiva, tal vez se pueda preservar mejor el valor del alto símbolo de autoridad moral de la Monarquía, evitando conjeturas de autorías y confusionismos (opinión del Rey / opinión del Gobierno). Nadie, en el Reino Unido, critica la declaración de la reina, porque se sabe que es la opinión del Gobierno de turno: se cuestionará, en todo caso, al Gobierno.

Creo que entre estas dos últimas opciones puede hallarse una salida satisfactoria y conciliar principios. Profundizar en la Constitución monárquica vigente -la más democrática, en el contenido y en el tiempo, de toda nuestra historia- exige también ir asentando y clarificando costumbres y hábitos constítucionales y políticos.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid y eurodiputado por el CDS.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_