Sinrazón de Estado
FRANCIA VIVE estos días bajo la sacudida de dos asuntos que han venido a turbar su buena conciencia y que son difícilmente explicables salvo desde el prisma de la vieja conocida razón de Estado: la expulsión manu militari del territorio francés de un antiguo refugiado político marroquí, el escritor Abdelmumen Diuri; y el juicio de los supergendarmes de la Célula Especial Antiterrorista de Mitterrand, acusados de fabricar falsas pruebas en un intento de atribuir a tres jóvenes irlandeses residentes en Francia la autoría de varios atentados terroristas cometidos en 1982.Los dos asuntos, ya de por sí controvertidos, lo han sido aún más por la toma de posición de¡ propio presidente de la República. Mitterrand ha arrojado sobre el platillo toda su autoridad para justificar la expulsión inmediata -precisamente a Gabón, país que mantiene estrechas relaciones con Marruecos- de Diuri, exiliado en Francia desde hace 17 años, por unas no explicitadas "infracciones de las reglas de la hospitalidad". Simultáneamente ha arriesgado su prestigio alabando el "coraje" de unos policías que le engañaron y a los que la justicia francesa sólo ha podido sentar en el banquillo nueve años después de cometidos los hechos.
El asunto Diuri deja entrever la larga mano del rey de Marruecos, capaz de poner en cuestión una institución tan arraigada en la tradición republicana francesa como el derecho de asilo. Pero no parece que esto perturbe demasiado a los gobernantes. Mientras el refugiado marroquí es expulsado por la fuerza, sin las mínimas garantías judiciales, el presidente de la República insiste en afirmar que "todo refugiado político al que le sea concedido el asilo puede vivir en paz en Francia". Pero a condición, en el caso de que sea marroquí, de no desafiar la real cólera de Hassan. Porque nadie duda en Francia de que la verdadera razón de la expulsión de Diuri es la de ser autor de un libro de próxima aparición, muy crítico, al parecer, con el monarca alauí. La indudable influencia que Hassan ejerce a distancia sobre la populosa emigración marroquí en Francia, actualmente en ebullición, y los fuertes intereses económicos que de antiguo unen a los dos países han urgido, por lo que parece, a la toma de la decisión sin esperar a la publicación del libro y a conocer el contenido exacto de las "revelaciones" que anuncia.
El caso de los supergendarmes de la llamada Célula Especial Antiterrorista responde -si bien en una de sus variantes más burdas- al esquema clásico de la guerra sucia. Unos astutos policías logran sorprender la buena fe de un Mitterrand recién llegado a la más alta magistratura de Francia y no dudan en crear pruebas falsas contra unos ciudadanos inocentes para hacer valer su eficacia en la investigación de los atentados terroristas que conmocionaron a París en el verano de 1982. Pero con ser preocupante que una cosa así pueda suceder, más lo es la débil respuesta institucional a esta acción ilegal, planificada al amparo de la presunción de legalidad que informa la actuación del Estado, y que, por ello, más redunda en su descrédito. Sólo la tenaz actuación de las víctimas ha conseguido, aunque sea nueve años después, que los responsables comparezcan ante la justicia. No es poco. La experiencia demuestra que sólo la justicia, aunque sea tarde y de manera limitada, es capaz de restablecer el equilibrio democrático roto por la llamada razón de Estado y evitar que esta especie de patente, a la que ni la derecha ni la izquierda renuncian allí donde gobiernan, se convierta en la suprema sinrazón que dé al traste con las reglas que diferencian a los Estados democráticos de los que no lo son.
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