Lectores y electores
Los recientes comicios han producido un resultado preocupante que merece algún comentario: me refiero al crecimiento de la abstención. Se dice que no hay motivo de alarma, pues se trata de algo normal en todas las democracias. Sin embargo, creo que encogerse de hombros es un error, pues no se trata de una abstención normal (es de cir, homogéneamente distribuida por todo el cuerpo electoral), sino diferencial: concentrada en el más joven electorado de las grandes ciudades. Esta vez, a consecuencia del baby-boom, el censo electoral presentaba una cantidad y una proporción de jóvenes mayores que nunca. Y por ello, los programas de las diferentes candidaturas compe tían por ver quién ofrecía más y mejores planes juveniles de vi vienda (ya que el primer proble ma de la juventud, que amenaza la continuidad demográfica, es la dificultad de formar nuevas familias por carencia de hogar). Pues bien, a pesar de ello, los jóvenes han desertado de las urnas. ¿Cómo entender que experimenten tanto rechazo por la participación política? ¿De quién es la responsabilidad? Existe una falacia en comparar el índice español de participacíón electoral con el de otras democracias europeas. Y es la de olvidar que, entre nosotros, el absentismo electoral se sobreañade a una extraordinaria debilidad e inmadurez de nuestra cultura cívica (capacidad ciuda dana de ser sujetos políticos participando en asociaciones voluntarias, controlando el ejercicio del poder e influyendo activamente en la vida pública). Cualquiera que sea el indicador que se utilice para medir nuestra cultura cívica (desde el índice de lectura de prensa y el índice de asociación voluntaria hasta los índices de afiliación política y sindical), siempre nos encontramos a,la, cola de Europa, con gran diferencia. Por tanto, no podemos permitirnos el lujo de dejar que crezca alegremente nuestra abstención electoral, pues llueve sobre mojado, y no hace más que deteriorar todavía más una cultura cívica ya de por sí demasiado regresiva y subdesarrollada.
Se me dirá, y es bien cierto, que la debilidad de nuestra cultura cívica se debe a su inmadurez: a lo reciente de la experiencia democrática española, que no ha tenido tiempo todavía de que se deposite, sedimente y consolide una tradición ciudadana de habitual participación pública. Una metáfora lo explica: la tasa española de muertos en accidentes de tráfico duplica la media europea porque la mayoría de los conductores españoles son todavía de primera generación, mientras los europeos son ya de segunda y tercera. Pues bien, ánálogamente, tambiéri nuestra menor participación cívica sería explicable por la mucho menor experiencia democrática heredada. De ser esto cierto, resolverlo sólo resultaría cuestión de tiempo: conforme la democracia española madurase y llegasen a la escena pública nuevas generaciones de españoles ya habituados a la participación política, nuestra cultura cívica crecería y se desarrollaría. No hay nada y que, objetar a este argumento, pero hace falta que se cumpla efectivamente en la práctica. Y cabe ser escépticos al respecto, pues para que esta lógica argumental funcione resulta preciso que, progresivamente, nuestros jóvenes vayan incrementando, en vez de reduciendo, su cultura cívica. Siguiendo con la misma metáfora, si hoy los jóvenes españoles ya conducen más y mejor que los adultos por nuestras carreteras, desarrollándose así la experiencia conductora española, ¿sucede lo mismo con la práctica de conducir la participación democrática? Todo parece indicar que no. Por el contrario, la apatía política, la desmovilización ciudadana, el descrédito de la vida pública y el desacato generalizado parecen proliferar cada'vez más entre nuestra juventud. Y no debiera ser así, dado el objetivo progreso modernizador que nuestro sistema social,está experimentando. Sucede con esto como con el índice de lectura (tanto de libros como, sobre todo, de prensa), que, si bien durante la transición ala democracia creció sobremanera entre los jóvenes, sin embargo en los últimos años, y a pesar de que la escolarización continúe aumentando, el índice de lectura, por el contrario, está volviendo a reducirse entre la juventud. He aquí la paradoja: conforme nuestra sociedad se desarrolla y moderniza, los jóvenes, por el contrario, se desentienden cada vez más de ella, desertando tanto de la prensa como de la participación activa. ¿Qué está pasando? ¿Cómo explicarse este desacato generalizado, para el que no existen razones objetivas?
Una posible hipótesis sería ésta: la regresión de nuestra cultura cívica se debe, entre otras razones, al desentendimiento entre políticos y periodistas. En efecto, el abstencionismo electoral y la caída en la participación política pueden ser explicables como efecto del creciente desprestigio de nuestra clase política. Ahora bien, ¿por qué nuestros políticos. tienen ahora tan mala prensa, cuando no parece que haya aumentado tanto su objetiva perversidad? En parte, por su falta de habilidad para comunicarse con la sociedad, es decir, por su torpeza en el acceso a la opinión pública. Pero también, en alguna medida, por el exceso de atención crítica que les prestan los periodistas, transmitiendo a la sociedad una imagen distorsionada de la realidad objetiva de la política. Desde luego, los políticos se equivocan si creen que todos sus males son culpa de los periodistas. Pero tampoco aciertan los periodistas si creen que los únicos culpablesson los políticos, y que la prensa es inocente de toda culpa. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. He aquí un ejemplo posible. La prensa suele criticar la bajísima afiliación de los ciudadanos a partidos políticos y sindicatos, atribuyéndola a la ineficacia de la clase política. Pero, ¿qué sucede con el bajísimo índice de lectura de diarios, que es igualmente el peor de Europa?; ¿será debido también a la ineficacia de la clase periodística? La inmadurez de una cultura cívica se mide además por el bajo nivel de lectura de prensa. Y el abstencionismo electoral bien pudiera deberse al absentismo lector, que es responsabilidad de los periodistas.
Dado que políticos y periodistas son las dos clases de profesionales específicos de la democracia moderna, cuya misma suerte comparten, cabe atribuir a ambos el mismo grado de común responsabilidad por el deterioro de nuestra cultura cívica. Si lectores y electores desertan de periódicos y de urnas, ello es tanto responsabilidad de políticos como de periotlistas, pues, de hecho, ambas deserciones están recíprocamente relacionadas. El progresivo desarrollo de una cultura cívica depende de la feliz interacción (y las buenas relaciones) entre políticos y periodistas. Por ello, una cierta parte de la responsabilidad por el avance del ábstencionismo electoral puede ser atribuida al enrarecido clima recientemente creado entre prensa y política (con episodios tristemente notorios, que conviene cuanto antes superar).
¿Por qué se llevan tan mal políticos y periodistas? Sin duda, porque ambos dirigen sus muy diferentes ofertas al mismo público de clientes consumidores que las demandan. Los periodistas deben competir entre sí para captar lectores en el día a día, mientras los políticos deben competir entre sí para captar votantes tras cada periodo electoral. ¿Es, pues, una pura cuestión de plazos lo que enfrenta a una y otra clase: la periodística, especializada en el corto plazo más inmediato, versus la política, centrada en el más largo, de vigencia de los programas entre cada convocatoria electoral? Es bien sabido, en efecto, que existen fuertes contradicciones entre los intereses a corto y a largo plazo. Pero tampoco conviene olvidar que, tanto en uno como en otro caso, se trata de los intereses de un mismo ciudadano. ¿Sería mucho pedir, por favor, que se nos obligue a escindirnos esquizofrénicamente entre nuestro interés como lectores y nuestro interés comer electores?
es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.
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