Huida
Murió atropellado cuando iba del brazo de su mujer cruzando un paso de cebra. Vino un coche y se lo llevó por delante. Ella vio cómo su marido volaba por los aires y no supo decir si el golpe se había producido antes o después del frenazo, pero la mujer quedó anonadada por una visión que marcó su vida para siempre. En medio de la calzada estaba hecho un guiñapo el hombre que había compartido con ella muchos años de existencia, y ahora bajaba del coche el culpable de su muerte, un joven alto y rubio, de ojos azules, para pedirle disculpas. Pronto llegó la policía, y enseguida apareció el furgón del atestado, mientras todas las bocinas del atasco sonaban y los peatones formaban un corro ante el espectáculo gratuito. Con la sábana cedida por una Verónica de la vecindad, alguien cubrió el cadáver, que aún asomaba los pies desnudos por debajo. Durante un tiempo, la mujer estuvo allí paralizada sobre el bulto ensangrentado que fue su compañero, mirando con los ojos perdidos al joven que lo había matado, y cualquiera pudo imaginar lo que en ese momento sentía. Era lógico creer que la angustia se había apoderado de su corazón o que de pronto, llena de odio, comenzaría a gritar. No lloraba. Tal vez, dentro de la tragedia, la mujer sólo estaba recordando confusamente fragmentos de su vida, algunos instantes de dicha o las largas tardes de tedio arrastradas con aquel hombre. También pudo suceder que el dolor la deslumbrara, pero ella guardó silencio hasta después del funeral. Cuando su consorte ya se encontraba a buen recaudo bajo tierra confesó su emoción a una amiga mientras ambas compartían bollos con chocolate en un bar. Desde el día del accidente no había podido dormir, no hacía sino soñar con aquel joven rubio, alto, fuerte, guapísimo, que al bajar del coche después de aplastar a su marido la había mirado con unos ojos azules imposibles de olvidar. Estaba enamorada. Se pasaba las horas esperando que sonara el teléfono. Sabía que una noche él la llamaría y juntos viajarían huyendo los dos muy lejos.
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