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Sospecha de una trampa

Antonio Muñoz Molina

De lo que tratan las novelas es de alguien que vive en desacuerdo con su condición y comete un acto de soberbia que será rápidamente castigado por la autoridad o el destino. Seguramente para los lectores de 1605, lo más ridículo de Alonso Quijano no era que confundiese los molinos de viento con gigantes y, a las rameras con duquesas, sino que, saltándose hacia arriba un escalón en la jerarquía social, se llamara a sí mismo caballero y se antepusiera el don que como hidalgo no tenía derecho a usar. A una distancia de siglos, esas diferencias se vuelven irrisorias pero cual quiera que haya frecuentado algo las mustias oficinas de la Administracíón recordará que un jefe de negociado se percibe a sí mismo como hecho de una materia distinta a la de un auxiliar, y que cualquiera de éstos anotará como un agravio que se le confunda con un ordenanza. No nos damos cuenta pero el gesto de Don Quijote es tan inimaginable como el que cometería un brigada si alguna vez, en lugar de tornarse el café en la sala de suboficiales, a la que pertenece tan definitivamente como la vida orgánica a la biosfera, se animara a pedirlo, acodándose con suficiencia y arrojo, en el bar de oficiales. Como a Don Quijote, lo calificarían de loco, y su destino sería el escarnio que merecen todos los trepadores ineptos: Rubenpré, Manolo el Pijoaparte, el desinteresado y melancólico proxeneta Larsen. El narrador de la infinita novela de Proust, hijo de solemnes burgueses del segundo imperio, quiere bajar algunos peldaños en los edificios ampulosos del barón Haussman, porque la altura que le pertenece por su origen de es la segunda planta, y los aristócratas viven en lo que se llamaba, en la España de Galdós, el principal. Se trata de un viaje tan descabellado, en su trayecto imperceptible, como el de los espeleólogos de Verne al centro de la Tierra, o el del marino Marlowe al corazón de África, y de la salvaje oscuridad de la locura a donde viajó previamente un hombre llamado Kurtz: la periferia más remota del mundo, es decir, las habitacíones donde viven los menestrales y los criados, está unos pocos metros más arriba, en las mansardas de la última planta: una trivial gradación de ventanas y balcones esconde el orden inflexible de los círculos de la ultratumba que concibió el sueño geométrico de Dante. Pensemos en el nombre de cualquiera de los héroes que preferimos en las novelas: en todos hay, un disgusto escondido o notorio hacia su posición en la realidad, en los alvéolos de las clases sociales. en los vasos comunicantes de la ternura o del desarraigo. Del mismo modo que Don Quijote no es el nombre, verdadero de Alonso Quijano, Jay Gatsby usurpa el nombre, y la fortuna de otro para ser el Gran Gatsby. Grigori Samsa seguramente se ha convertido de manera ínvoluntaria en un enorme insecto: sospechamos que la razón de esa metamorfosis es que no quería ser un viajante de comercio y salir del abrigo de las sábanas en una intratable madrugada invernal para subir a un tren. Pero, cuidado, Grigori Sarrisa no es un rebelde, es exactamente la figura más moldeada de mansedumbre, el hombre que nunca dirá a nadie, ni a sí mismo, su verdadero deseo. Una sola línea de William Blake, que nadie en su juicio leerá sin sobresalto, contiene la respuesta: "Quien desea y no actúa engendra la peste". Quien desea y no actúa, quien ni siquiera sabe que desea, Grigon Samsa, se despertará fatalmente una mañana convertido en una cucaracha, y es posible que lo aplasten de un pisotón o que cualquier día, mientras se aburre virtuosamente y mansamente en el comedor, lleguen unos hombres sin uniforme, aunque con inequívoca y vaga apariencia oficial, y se lo lleven detenido , y lo ejecuten sin razón, como a un perro, en un descampado.Nadie en casa se sorprende de que Grigori Samsa, tendido boca arriba en su carna, mueva sus extremidades de insecto y no pueda retener la colcha que se desliza hasta el suelo descubriendo su cuerpo articulado: lo que le reprochan, lo que él percibe no como un prodigio. sino como una forma inédita e insoluble de culpa, es que se haya levantado a su hora para ir a trabajar. A Don Quijote lo engañan, lo tunden., lo humillan, le quernan los libros, le roban miserablemente hasta el derecho casi pósturmo a imaginar la belleza de Dulcinea. Un bolero lo advierte "No sabes lo terribles que pueden ser las gentes s demasiado buenas".'No hay, perdón para el trepador, el impostor, el temerario, el héroe. Ni siquiera el novelista que lo usa tiene piedad de él. Es como en las Peliculas de atracos: cuanto más sabios sean los organizadores de un golpe, cuanto más cuidadosamente lo lleven a cabo, más infalible es su castigo Final. A Flaubert lo juzgaron por indecencia, pero habría que juzgarlo por cobardía o por hipocresía., y con él a Balzac y también a Galdós, y a Clarín, y a ese guionista innominado que en el final de Casablanca legisló que Ingrid Bergman abandonara la nacionalidad golfa y beoda del apátrida Rick para marcharse a Lisboa con su legítimo esposo. Nadie que lea novelas y que a pesar de ese vicio no haya descartado el derecho al atrevimiento y a la lucidez eludirá la sospecha paranoica de una conspiración. -A ningún novelista de los últimos dos siglos, salvo a Barbara Cartland y a Corín Tellado, se le ha ocurrido la modesta novedad argumental de que un hombre o una mujer sean poseídos por la temeridad del deseo y no sufran a continuación la vergüenza, la renuncia, desesperación o el suicidio? Decenas de obras, maestras extenúan las posibilidades del desengaño y del dolor. Sólo conozco una que no trate más que de la dicha: fue escrita vanos siglos antes de nuestra era, y la tradujo a un español incomparable el fraile perseguido Casiodoro de Reina: el Cantar de los cantares,'largo poema cuyo único motivo es la gloriosa plenitud carnal de dos amantes que le hacen a uno acordarse de un versículo crepuscular de Borges:-Loandose el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan-.

Emma Bovary ingiere un veneno, y el muy ruin de Flauhert, que cultivó la elipsis para nlo contar el gozo de su entrega en un coche de alquiler, se complace en detallarnos los pormenores de su agonía. Anna Karenina se arroja a las ruedas homicidas de un tren. Stenedhal condena a una muerte Infame a su héroe Sorel y confina en una celda de la cartuja de Parma al admiiable Fabrizio del Dongo. Tanmpoco tuvo piedad don Benito Pérez Galdós con la hermosa Fortunata, ni con Isidora Rufete, que aspiraba, como Jay Gatsby y Emma Bokary y Alonso Quijano y Jullan Sorcl Iv Fabriz1o del Dongo, a vivir una vida más estirnulante que las que les habían enseñado a esperar. Mercenariamente, la literatura, que ha enunciado el lujo de la rebelión, cuenta y aplaude la caída: ícaro derribado con sus alas de cera, Pronicteo encadenado, Edipo ciego y penitente, Calisto y Melibea castigados, Cleopatra recibiendo la picadura de una víbora, el azar aniquilando a Romeo y luego a Julleta, Anna y Emma incurriendo en la desesperación del suicidio, Anita Ozores profanada por el beso de un pervertido, Jay Gatsby muerto de un disparo absurdo. La literatura, tan prestigiosa, tan lúcida, al final se raja y se apunta a los más sórdidos lugares comunes: que el criminal siempre paga, que siempre habrá pobres, que el dinero no da la felicidad, que los negros llevan el ritmo en la sangre, que más vale pájaro en mano, que donde las dan las toman, que sí uno es feliz está a punto de ser atropellado. Hay trampa, seguro que la hay. Y cuando uno sospecha que la literatura miente tanto, se acuerda de lo que decía Fanny Ardant en la penúltima película de François Truffaut:"Me gustan las canciones de la radio porque sólo ellas dicen la verdad-. Quién sabe si Concha Piquer o Miguel de Molina no habrán sido más honestos que León Tolstói y Gustave Flaubert.Antonio Muñoz Molina es escritor.

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