¿Votar?
El sistema democrático nació con la expresa finalidad de impedir que el poder político correspondiera a una clase social -cualquier clase-, y para evitarlo arbitró varias garantías. Entre ellas estaba que los cargos políticos no fuesen remunerados (el funcionario, sencillamente, recibiría un estipendio igual a sus ingresos privados previos), que no fuesen renovables más allá de uno o dos mandatos, que se persiguiera como delito grave hasta él más insignificante lucro económico derivado de la función pública desempeñada y que su gestión estuviera presidida por una escrupulosa transparencia.En definitiva, la meta era hacer imposible que el Gobierno fuera el robo vitalicio de otras eras, devolviéndolo a su naturaleza de temporal engorro para hombres honrados. Ciertas tareas seguían siendo necesarias, y desempeñarlas con esmero tendría como compensación el respeto de los demás. Así sigue funcionando este principio en Suiza, donde el presidente de la Confederación es un ciudadano indiscernible de cualquier otro, prácticamente desconocido, que cede su puesto cada año y viaja en autobús por Berna como los demás, sin el menor asomo de pompa protocolaria y privilegio a su alrededor.
Que en casi todo el resto del mundo el poder político haya conseguido volver por sus antiguos fueros, reconvirtiéndose en un medio y un modo de vida perpetuo es cosa inseparable de las organizaciones llamadas partidos. Dejando de lado la diferencia original entre reformistas, revolucionarios y conservadores, la aparición de los partidos llamados de masas -por contraste con los partidos llamados de cuadros- define un cambio decisivo de estrategia. Ahora el núcleo es una facción orientada a recibir donaciones de simpatizantes singulares o colectivos, que ayudan a montar con más lujo sus periódicas carpas electorales, prometiendo devolver esos favores desde los despachos conseguidos en la Administración local o central. El esquema ha funcionado tan satisfactoriamente que hoy no sólo las carpas, sino una amplia infraestructura de personal y servicios son sufragados también con generosidad por el erario público.
En justa correspondencia, la facción pasa a ser un compromise party, o partido de compromiso, que se caracteriza por una camaleónica flexibilidad. Debe encontrar un líder algo carismático, pero no mucho; un programa nuevo, pero no demasiado; unos eslóganes atractivos, pero inconcretos, y concurrir a los comicios con el invariable lema de conservar y ampliar poder. Adherirse resueltamente a cualquier propuesta distinta del tópico podría aumentar el número de votos entregados a competidores, reduciendo la clientela propia.
"Es sano", escribió ya en 1961 Willy Brandt, "que los partidos presenten propuestas similares o incluso iguales en diferentes campos, pues las prioridades y acentos son cada vez más importantes para la formación de opinión". Evidentemente, es sano si por salud se entiende ampliar las zonas de influencia y las arcas de una determinada empresa mercantil, y mortalmente insano para sociedades que en vez de lavados cerebrales (formación de opinión) necesitan gestores honrados e independientes de su patrimonio común.
A pesar de la cháchara insultiva que reclaman los mítines en época de elecciones, hace falta ser muy obtuso para no percibir que los partidos de masas -y los aspirantes a tal estatuto- poseen intereses por completo idénticos. Son gremios que representan la quintaesencia del inmovilismo, y por eso no sólo aspiran a conservar y ampliar poder, sino a que los competidores se mantengan en su misma actitud, si es posible como parientes pobres o minusválidos de turno. Dado que unos y otros prometen por prometer y hablan por hablar -pues en eso consisten las cuestiones de acento-, la discusión entre programas distintos se resuelve en ruidos con distinto timbre.
Desde luego, la actitud hace aguas aquí y allá, generando la certeza de que el sistema parlamentarlo ha llegado a un atolladero desde el que sólo se fabrican demagogia y corrupción. La informática actual, pongamos por caso, permite sin problema alguno instaurar formas de democracia directa donde hoy reina la indirecta, con la consiguiente y drástica reducción de representantes. Sin embargo, el negocio aparejado a presentar una mera apariencia de pluralismo es tan descomunal que los compromise parties siguen creciendo en número y tamaño. Para evitar que los pequeños dejen de serlo, secciones de los grandes inscriben diversas formaciones amparadas bajo siglas análogas; gracias a ello, por ejemplo, tenemos media docena de partidos verdes.
Tal como la Ley del Suelo acosa a quienes deciden hacer o rehacer una casa con sus propias manos mientras transige con especuladores que destruyen la tierra construyendo montañas de chalés adosados, la Ley Electoral acosa a quienes tratan de preparar futuros viables mientras apoya a quienes hipotecan y vuelven a hipotecar la vitalidad de un país. De ahí un desencanto generalizado, que expresan índices crecientes de abstención a la hora de votar; hace va tiempo, casi todos los países llamados democráticos son gobernados -incluso con mayoría absoluta- por facciones que muy rara vez cosechan una quinta parte de los votos posibles.
Como correctivo al desencanto, sucesivos contubernios del Ejecutivo, el legislativo y el judicial han revocado una a una las garantías que el sistema democrático arbitró para evitar el surgimiento de una clase gobernante. Primero se hicieron remunerados -y bien remunerados- los cargos políticos, de manera que sus ostentadores no los aceptaran con un espíritu de responsabilidad y pulcritud, sino con el ánimo de quien ha sido invitado a forrarse y mangonear; un hito en semejante línea fue el boicoteo de legisladores y gobernantes a la encuesta sobre patrimonio de los políticos. Luego se blindaron esos cargos, otorgando a sus titulares grandes ventajas procesales y sustantivas si resultaran estar implicados; en delitos. Por último, es inminente la aprobación de un paquete legislativo que incluye la sacralización del secreto oficial, negando a los ciudadanos el derecho de conocer -y corregir en caso de error- la información que sobre ellos almacena la Administración cuando semejante cosa interfiera con cuestiones de seguridad.
Hemos llegado así a una situación tan segura para jerarcas y compromisarios como insegura para los demás. Ahora la propaganda oficial aconseja olvidar este conjunto de cosas y darnos el gustazo de elegir representantes. Pero ni siquiera la exigua prerrogativa de votar cada dos años está libre de radical manipulación, porque el procedimiento de las listas cerradas vincula las posibilidades de salir elegido al puesto ocupado en cada tema; dicha circunstancia eleva al máximo la discrecionalidad del partido y reduce al mínimo la del elector.
Nada conviene tanto a los actuales representantes del Estado como que se mantenga la farsa de una voluntad popular, libremente formada y periódicamente expresada. Nada contribuye tanto a exponer la farsa como no participar -o acudir con una elocuente papeleta en blanco- a esa fiesta de las urnas que periódicamente legitima a una clase política incompatible con la propia democracia.
Algún aspirante a alcalde o concejal podrá objetar que peor sería seguir siendo nombrados a dedo por Franco. Sin embargo, aquello se pudrió solo, como quizá le toque a esto algún día, y si recordamos hoy el ayer es desde la perspectiva del viejo dicho: "No me pesa tanto la enfermedad que pasó como la mana que le quedó". Este refrán se adapta bien al estado actual de la cosa pública, especialmente si se liga con aquel otro que dice: "Es preferible la guerra a la gorra, porque la guerra se acaba, pero la gorra no se acaba nunca".
Antonio Escohotado es profesor titular de Sociología de la UNED.
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