Distrito apenas compartido
ERA EVIDENTE que la organización y puesta en marcha del Distrito Compartido no iba a resultar una tarea fácil. Las dificultades de su formulación práctica y los intereses contradictorios suscitados tanto en el ámbito estrictamente académico como en el autonómico, así lo hacían prever. La discusión en tomo a esta trascendental medida de racionalización universitaria ha dado lugar, finalmente, a una normativa de consenso, sometida en estos días al estudio del Consejo de Universidades. Lamentablemente, este consenso más parece fruto de la resignación que de la adhesión racional a los términos de su formulación final.Desde aquí nos hemos pronunciado en otras ocasiones a favor de la implantación, prudente pero decidida, del Distrito Compartido contemplado ya en la Ley de la Reforma Universitaria con el nombre de Distrito único. Desde todos los puntos de vista, es positivo que la oferta de plazas universitarias se abra, al menos en cierto porcentaje, a estudiantes procedentes de comunidades distintas a la del centro elegido. Las ventajas de tipo académico, de movilidad social, de racionalización del sistema educativo superior y de estímulo a la competitividad entre las universidades han sido repetidamente puestas de manifiesto. Como lo han sido, también, las reticencias con que desde algunas comunidades autónomas, y más concretamente las autoridades educativas catalanas y vascas, se ha venido recibiendo la idea.
En aras del consenso alcanzado, se ha suprimido cualquier referencia concreta al porcentaje de plazas que cada universidad debería "poner a disposición" del Distrito Compartido, sustituyéndose por un acuerdo, a renovar cada año, en el que las comunidades autónomas se reservan la última palabra. Las cifras que se manejan para el curso que viene, un 5% de las plazas de cada centro universitario con un límite de 10, parecen constituir el máximo aceptable, pero se encuentran muy lejos de los planteamientos y propuestas que se han venido manejando con anterioridad, tanto más cuanto que, al ser plazas que deben superponerse a las ofrecidas por cada universidad para los estudiantes de su propio distrito, no ponen en cuestión la preponderancia del criterio territorial sobre el de calificación académica.
Los numerosos obstáculos, en cualquier caso, han sido señalados incluso por sus valedores más sinceros; dificultades de índole competencial, social, de mentalidad, de falta de homogeneidad en las pruebas de acceso y también puramente técnicas, que justifican la mayor cautela en su aplicación progresiva. Pero, a la vista del resultado y del desarrollo del debate previo, es lícito preguntar si la modestia y las ambigüedades con que se afronta este primer ensayo son la consecuencia de dichas dificultades o bien lo son de la reticencia de fondo y el intento de desvirtuar la idea.
Convendría saber si existe un propósito de avanzar decididamente hacia el Distrito Compartido resolviendo poco a poco los problemas de su implantación o, por el contrario, se busca pura y simplemente su neutralización vaciando de contenido la medida desde el instante mismo en que se conviene en ponerla formalmente en práctica.
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