La noche ganada
A la caída de la tarde, en la biblioteca de! Ateneo madrileño se producía una desbandada notable. Por entonces, en la agonizante década de los cuarenta o en la recién malparida de los cincuenta, la tarde caía con la salida de los diarios vespertinos. Algunos desertores de los pupitres de la biblioteca bajaban al bar o a la cacharrería, de donde ya no sacaban cabeza, y enardecida,hasta medianoche.Otros regresaban a los textos y a los temas o de Gide (diabólicamente olvidado en la estanteria por el clérigo expurgador), después de un vistazo a aquellos periódicos frescos de tinta, que, además del espíritu, literalmente tiznaban las manos.En alguno de esos atardeceres, informándonos de que todo lo que ocurría fuera de España, la entrada de una pareja en la sala Interrumpió la lectura. Ella era una de las mujeres más guapas de las que hasta esa fecha el azar me había permitido ver. Él, fornido y rubicundo, expansivo, con una sonrisa imperial, no respondía evidentemente a las características cotidianas. Mientras algunos de los presentes les saludaban, supe que Amparo Gastón y Gabriel Celaya. Años después de aquella aparición en la gruta atencística llegué a ser amigo de ambos. Nunca jamás vería a Gabriel sin Amparo y a Amparo sin Gabriel. Unicamente cuando en casa de los Celaya coincidía con alguien como, por ejemplo, el pintor Caneja, tenía conciencia yo de la diferencia de edad entre Gabriel y los de mi quinta, con pocos de los cuales, por supuesto con Ángel González y con José Manuel Caballero Bonald, mantuvo Gabriel amistad privilegiada. La selva de los amigos de Celaya acreció en su momento con los robustos troncos de los que, sorpresivamente, eran algo así como dos o tres lustros menores de quienes habíamos ejercido la profesión de abajo firmantes. Estos nietos, ay Fabio, de ascendencia novísÍrna, y entre los que ahora contabilizo a Martínez Sarrión, Rafael Conte, José Esteban, Gustavo Bomínguez y Jesús Visor, dedicaron a Celaya y a su obra un fervor y tina sagacidad tan admirables como fue la amistad sin edad con la que el ya anciano Gabriel les ha correspondido, incluso hasta que los achaques pusieron mesura a su sociabilidad.Debido a noches en las que el sol se detenía sobre China para consentirnos el sabor de la inmortalidad, conocí de viva voz la estancia del jovencísimo Celaya en la Residencia de Estudiantes. Algunas veces, sobre una pantalla fantasmal, veo a Lorca en la plataforma posterior de un tranvía que traquetea paseo de la Castellana arriba, o la habitación de Lorca y Dalí endías de discordia, con el pavimento cubierto de arena, en la que habían trazado caminitos privados que les servían de frontera. Celaya narraba con seca precisión y, un propósito desmitificador, que enmascaraban sus retumbantes carcajadas; narraba prosaicamente, quizá tascando el freno de la nostalgia, quizá acumulando mentalmente, rnientras hablaba, los versos que escribiría a la madruagada. Noche de luna llena con mis buenos amigos.
Por el contrario, y salvo en ocasiones excepcionales. no recuerdo a Celaya hablando de avatares políticos, ni menos aún teorizando o sermoneando. Hizo lo que pudo contra la dictadura y algo pudo. , porque no escatimaba su talento, practicaba la generosidad; había roto las amarras de la reputación burguesa y siempre le tuvo más miedo a la pasividad que al miedo. Los tediosos de nacimiento, y en aquella mediocridad ambiental los pelmas proliferaban, le exasperaban hasta los gritos, como a su amigo Carlos Barral, cuyo infierno coincidente con Gabriel era el aburrimiento. Celaya sufría, y hacía sufrir, "cóleras que a veces parecen poderosas, / melancolías largas", y también descomunales júbilos; signos externos, en suma, de su fascinante vitalismo y de su personalidad desmesurada. En parte de su frondosa obra lírica el poeta se muestra al lector con una desfachatez emotiva que bordea el impudor. De Celaya se puede creer saberlo todo sin más fuente informativa que esos poemas de inaudita claridad y de esfórzada introspección. Pero la claridad ofusca y deja en penumbra zonas del errático misterio, que en escritor tan peculiar son decisivas. El Celaya culto en variadas materias, lector insaciable, ingeníero e industrial, nunca mostró un ápice de pedantería. Curiosamente, el autor de ensayos como Inquisición de la poesía o la fastuosa Exploración de la poesía ha sido considerado desde antiguo, con una ceguera producida por la cicatera manía de encasillar, como el presidente del gobierno de la poesía social. Y en efecto, también escribíó poemas sociales muy hermosos, que no en balde le ganaron la admiración popular.
Como una desmesura más a él sólo debida, vivió por los setenta una fama infrecuente en la aldea poética. Las gentes le querían mucho, no ún Icainente los cantautores; se agolpaban ante las casetas de las ferias del libro donde Gabriel., aplicado y sudoroso. firmaba ejerriplares, incluso, le habían leído. Y Celaya se dejó querer y gozo de la fama sin petulancia, con alegría, con desmedido candor. Aunque entre nosotros ha habido siempre más respeto que confianza, no me equivoco recordando que fue un tiempo dichoso para Amparo y para Gabriel. A la fama le sucedió la estima, una especie de sacralización quizá menos gratifícante para este vitalista.
En plena verbena feliz se inicia una nueva etapa en la poesía de Celaya, cuyo alcance recieritemente ha señalado Antonio Martínez Sarrión, que implacablemente observa cómo "... fuera de la sostenida pasión musical del poeta en casi todos sus libros, en la última colección publicada, El mundo abierto, aparece una intensificación casi excluyente por la música, en merma de la pasión por la palabra. Ello se ejemplifica en el título y contenido de un poema: ¿Por qué los escritores ya no me dicen nada?". Esto quiere decir probablemente que Celaya coincide ahora con su poesía más valiosa.
Gabriel Celaya ha escrito miles de versos, y ensayos, novelas, obras teatrales. Sus libros dan noticia de un hombre nada común para quien, él así lo dijo y no deja de demostrarlo, la poesía le fue necesaria como el pan de cada día, que cada noche ganaba.
es escritor.
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