La calle pintada
En una esquina de Cuenca, que pudiera ser una esquina del mundo propiamente dicho, hay una inscripción tosca que conmina al visitante desde sus letras mayúsculas: "No te piques. ¡Mea!". Algo más arriba, por la acera que lleva a la Posada de San José, la misma mano ha escrito sobre la madera centenaria de una puerta condenada: "No te piques. Bebe agua". En Coria, Cáceres, al lado de las casas blasonadas, debajo de las campanas impenitentes de la iglesia, un grupo de jóvenes se picaba este verano mirando al río sediento, indiferentes al paseo de los vecinos. No había inscripción alguna por el lugar porque lo único que tenían delante, mientras preparaban su brebaje caliente, era el cielo absoluto de Extremadura.Pasa en todas partes, pero no siempre es la misma mano ni idéntica conducta la que sirve de inspiración al pintor de las calles. Hace unos días, en Madrid, un joven resuelto y paciente escribió con las mayúsculas más grandes del mercado del grafito una declaración de amor sin paliativos: "Paloma, te quiero". Bachiller, sin duda, puso la coma en su sitio y lanzó el mensaje como si estuviera usando una botella de mar. Cualquier Paloma no era, desde luego, la destinataria, pero esa Paloma que adquirió la dimensión del paisaje en virtud de la pasión del chico se convirtió de pronto, y en la calle, en la Paloma de todos nosotros, esa parte de delante de la carta que alguna vez escribimos en secreto.
Lo que se dice en las paredes es verdad casi siempre, porque procede de los gritos que provoca la vida, y por eso esa vertical urbana que recibe el nombre de los muros adquiere la apariencia de la escritura colectiva. Algunos ayuntamientos, como el de Bilbao, cubrieron de pintura dudosa lo que antes fue grafito. En Madrid, donde todo lo meten en una catedral desde que descubrieron la movida, no han repintado la pintura de las calles, pero la han institucionalizado.
Carne de exposición
Antes, Muelle -el más mítico de los pintores de pared- y los suyos eran una legión innumerable que poblaba las calles de Madrid del único signo surrealista posible, un amago de señal de alarma. Pero el mundo se hizo industrial y pendenciero y pronto los convirtieron a todos en carne de exposición. La vieja pintura decorada quería para sí, también, a los herederos de la mancha sinuosa y callejera. Ahora mismo, en Móstoles, por ejemplo, expone uno de ellos, entre el fervor de los que alguna vez tuvieron la tentación de borrarle de la pared y, acaso, del mapa urbano.Cerca de la casa en que vivió Julio Cortázar en el sur de Francia había una puerta desvencijada y vacía en cuyo exterior una mano temblorosa había descrito así el misterio: "¿Y a mi quién me saca de aquí?". El contenido de los grafitos que cubren las calles de las ciudades responde a la misma inquietud. La gente escribe en las paredes para calmar el viejo terror al vacío, para eliminar la parte de allá de su miedo y quedarse sobre el asfalto como si el mundo estuviera concentrado en ese rasgo de betún con el que creemos inmortalizar el muro.
Ahora, en la época industrial, Madrid es como cualquier parte, y ya no hay grafitos ni siquiera en los retretes. No es nostalgia la que impulsa a revivirlos, ni es siquiera voluntad de convocar a la gente a decir en las paredes lo que más cerca tienen de la mano, pero habría que fijarse, en la biografía de las ciudades grandes, en la desaparición paulatina de estos; símbolos que alguna vez fueron la prolongación mural de la historia.
La gente se creyó que cuando cayeron los grafitos del muro de Berlín había caído sólo esa expresión sincopada que fue creando la propia presencia de esa pared. Poco a poco, sin que nos hayamos dado cuenta, fueron cayendo también los otros, como si a las ciudades se les fueran cayendo los gritos. De vez en cuando uno observa que alguien ama rabiosamente a Paloma o pide que se mee en lugar de usar la jeringuilla o pregunta quién me saca de aquí. Dramáticamente, entonces, la ciudad crece como si estuviera viva.
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