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Conflictos en Mesopotamia

Como los grandes terremotos, las inundaciones, las epidemias y otras calamidades que tanto tememos, pero que al final acabamos por aceptar, las guerras parecen ser una parte inseparable de la ecología humana. Desde un punto de vista psicológico, las guerras son especialmente devastadoras porque nos producen un sentimiento de profundo fracaso. En las guerras, el enemigo no es la fuerza de la naturaleza o un virus mortal; el enemigo es el mismo hombre. Así pues, las guerras nos enfrentan con las trágicas consecuencias del fallo de la comunicación, la cualidad más creadora del ser humano.Si bien el fracaso del diálogo es la constante de las guerras, cada contienda tiene su psicología, su historia, su geografía y, en definitiva, su propio carácter. En este sentido, la guerra en la antigua Mesopotamia ha evocado conflictos sin precedentes en la sociedad norteamericana. Dilemas que suponen un desafío para esta joven nación en crisis.

Para empezar, la guerra del golfo Pérsico se caracterizó por haber suscitado múltiples explicaciones, mas todas poco persuasivas. Así, por ejemplo, la explicación del petróleo parece demasiado trivial; la de establecer un nuevo orden en el mundo, demasiado abstracta, Y la de liberar Kuwait, demasiado simplista. El sentimiento entre la gente es que los líderes, a pesar de sus razonamientos apasionados sobre guerras justas y el uso moral de la fuerza, no parecen haber hallado una explicación que convenza, que justifique la enormidad de lo sucedido. Y al no ofrecer una razón que tenga sentido, una gran parte de los ciudadanos se siente vulnerable, suspicaz, desconfía de los líderes y duda de lo que está bien y de lo que está mal. De hecho, cuando observan a los protagonistas del enfrentamiento, la conclusión más frecuente es que ni los buenos parecen ser tan buenos ni los malos parecen ser tan malos. Por otra parte, como ocurrió con el conflicto de Vietnam, a mucha gente se le hizo difícil entender racionalmente una guerra tan lejana, en un lugar que casi no puede identificar en el mapa.

La guerra del Golfo ha sido guerra de televisión. Cada día, coincidiendo asombrosamente con las horas punta de las noticias, llegaban las imágenes en directo, evocadoras, decisivas. La fiebre de la CNN ha conmovido a la sociedad norteamericana, ha trastocado las rutinas de la vida diaria y ha invadido la familia, las escuelas y los lugares de trabajo. Para algunos, en su mayoría hombres, la pequeña pantalla se ha convertido en un emocionante juego estratégico de vídeo, un escenario fálico repleto de aviones, carros de combate y, bombas inteligentes. Misiles que siguen complicadas logísticas y logran impactos precisos y limpios en blancos distantes e impersonales. Para otros, generalmente mujeres, la guerra en televisión ha sido como una trágica serie, repleta de drama, de víctimas inocentes y de destrucción sin sentido.

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Esta guerra no sólo puso a prueba la tecnología de los medios de comunicación, sino que desafió nuestra fantasía con imágenes relámpago, casi subliminales, de niños mutilados, aterrados, con sus máscaras antigás, o de cuervos marinos cubiertos de petróleo, desconcertados e indefensos. Víctimas impotentes que ni entendían lo que les pasaba ni podían hacer nada para evitarlo. Al mismo tiempo, los niños norteamericanos, a quienes por lo general no les atraen las noticias, se interesaron rápidamente por la guerra televisada. Hasta el punto de que expertos en psicología infantil, preocupados por el enorme aumento registrado en la incidencia de insomnio y ansiedad entre los pequeños telespectadores, y muy especialmente entre los 17.500 niños cuyos padres se encuentran en el frente, han emprendido una campaña pública de prevención. El consejo a los padres fue que los niños no vieran las noticias de la guerra, y si lo hacían, que estuvieran acompañados por un adulto que les pudiera escuchar, dar apoyo y ofrecer explicaciones sencillas.

Las mujeres en la guerra han sido otra fuente de conflicto para la sociedad estadounidense. El Pentágono calcula que hay 27.000 mujeres soldados en el Golfo. Estas mujeres, que en su mayoría se alistaron en el Ejército en busca de un trabajo, de aventura o para aprender un oficio, nos recuerdan lo mucho que han cambiado las costumbres. Para la gran mayoría, la imagen de mujeres soldados en el campo de batalla, luchando, caídas o capturadas, es aún incomprensible. Quizá sea porque esta realidad todavía se percibe como una contradicción que choca con el significado que la sociedad da al ser mujer, y especialmente al ser madre. Para los grupos feministas, sin embargo, estas mujeres, soldados simplemente representan la caída de la mujer al mismo nivel bajo del hombre.

Como suele ocurrir en situaciones de crisis en Norteamérica, esta guerra ha reavivado el fuego del racismo: mientras el 12% de la población estadounidense es de raza negra, el 25%, de las tropas estacionadas en el Golfo son hombres y mujeres de color. Muchos defienden que los negros son los que más se benefician de las oportunidades que ofrece el Ejército voluntarío en tiempos de paz: escapar del gueto, huir de la discriminación, tan arraigada en la sociedad civil, buscarse un empleo. Incluso ven con cierto orgullo el que, por primera vez en la historía del país, el jefe del Estado Mayor, general Colin L. Powell, sea un negro. Pero la evidente desproporción entre blancos y negros que han luchado en esta guerra ha revuelto el pozo profundo de resentimiento entre las minorías que creen estar pagando un precio muy alto por una guerra que, por lo general, no han apoyado.

Por otra parte, el coste astronómico de la contienda, que se calcula en 500 millones de dólares al día, contrasta fuertemente con los insuficientes recursos destinados a abordar el sinfín de problemas socioeconórnicos que existen en el país, cuyas proporciones son insólitas en el mundo occidental.

Por último, la guerra en la bíblica Mesopotamia en la tierra del Tigris y del Éufrates, con su potencial de cataclismo químico, biológico y, nuclear, ha avivado la creencia profética de que la humanidad está avanzando precipitadamente hacia su destrucción apocalíptica en Harmagedon. De hecho, la popularidad de los profetas, como Nostradamus, el médico francés del siglo XVI, ha alcanzado niveles extraordinarios incluso entre las personas que nunca han confiado en profecías. Pienso que estas visiones fantasmagónicas y arrialgarrías de dragones de ojos y cabezas múltiples enzarzados en luchas cósmicas, sirven para confortar a tanta gente que hoy se siente indefensa, impotente, sin control sobre sus vidas y destinos. El mensaje profético esperanzador es que detrás del caos en el que vivimos hay un poder sobrenatural que sabe lo que está haciendo, que vigila y dirige los acontecimientos. Esta fuerza mayor se encargará de convertir nuestro desamparo en victoria, v de convocar un día el juicio definitivo donde todas las cuentas del bien y del mal serán ajustadas.

L. Rojas Marcos psiquiatra, dirige el Sistema Hospitalario Municipal de Salud Mental de Nueva York.

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