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Balada entre las ruinas del Eufrates

En un ensayo en muchos aspectos anticipatorio, G. Santayana formulaba -en edición de 1963- la confrontación entre dominaciones y potestades en el mundo político moderno, analizando el proceder irresponsable por parte de los que ejercen la política, al no valorar suficientemente las consecuencias que pueden ocasionar el utilizar determinados medios sin poder predecir sus resultados finales. "Ni Maquiavelo ni sus recientes émulos", aclara Santayana,podrán ser juzgados con justicia si no empezamos por hacer una distinción que ellos han descuidado entre la eficacia de los medios y la elección de los fines: este descuido convierte su honradez en un escándalo". Suave valoración, ésta del filósofo, si tuviera que analizar en estos finales de siglo los medios empleados por el desarrollo tecnoindustrial puestos al servicio del terror militar, sin poder evaluar cuáles serán los límites de la catástrofe.

De nuevo, aquella razón de la aurora, en la que se fundaba el progreso y la utopía europeos, ha sido amputada por la crueldad que el poder de la guerra desarrolla. Las tesis de felicidad y economía participatoria se han trastocado en la vieja y detestable dialéctica de acallar el valor de las palabras por la tormenta de las armas, ahora bajo el eufemismo de una tercera tentativa de establecer un nuevo orden mundial.

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En los axiomas de la economía política que aspira a dirigir, unilateralmente el mundo, conservación del poder y muerte representan un binomio indisoluble. Su escenario, una geografía milenaria en cuyas "montañas retumba el trueno estéril" y donde la eficacia de los hallazgos del sentir tecnomilitar se debaten por evidenciar su hegemonía mortífera. Poder electrónico y aséptico, calvinista y pragmático, también distante. Enfrente, el hedor de los muertos, la angustia de aquellos indefensos seres anestesiados por la servidumbre, que, sin remedio, hace explícita la enajenación de la tiranía. Aquí, en Babilonia, se trata de elegir los hipogeos para programar la nueva morada de los muertos. Allí, en la Babel de los múltiples negocios, el progreso programado, fiel aliado como fue siempre de la sinrazón tecnocrática, renueva como acontecer evidente aquel aserto de W. Benjamin: "El concepto de progreso hay que fundarlo en la idea de catástrofe".

Esta presencia de la catástrofe es solidaria de la dialéctica de dominación, que suele escribir su historia dinamitando la vida, de ahí que estos tiempos que vivimos discurran en un espacio insoportable lleno de amenazas arcaicas y de intervenciones salvadoras. De poco han servido los rescoldos de la experiencia del terror que acumuló el drama europeo después de la II Guerra Mundial, su memoria enmudece ante la fascinación de la barbarie que detenta el destino mítico de la telemática bélica. Todo ha de ser destruido porque sólo "del pequeño salto en la catástrofe" habrá de salir el nuevo orden que dirija al mundo. Tan irreflexiva fascinación no debería haber olvidado que no hay paz sin lugar para la palabra.

La conciencia reciclada que surja en el atardecer posmoderno del desierto tendrá que prepararse para poder asumir la culpa por tanto crematorio cibernético y tanto dolor por los sacrificios inmolados para ganar los paraísos de la tiranía. Crímen y enajenación son los ingredientes de esta almagama y metamorfosis de la modernidad bélica, que esgrime con manifiesta insolencia una novedad inmaterial en sus medios destructores, junto a una desgarradora prehistoria en sus pragmáticos fines.

El poder de la guerra se sabe que debe a su intrínseco valor mercantil la fuerza de su capacidad inmoladora y la injustificada sinrazón de su autonomía; la hegemonía del terror, que con tan acelerada violencia contemplamos, es la consecuencia de una ideología que sostiene su competencia industrial bajo los presupuestos de una economía de guerra, en la que se desarrolla el último capitalismo tecnocientífico de nuestra época. No debe extrañar, por tanto, que progreso tecnológico y destrucción se manifiesten como valores independientes dentro de la lógica histórica de dominación tecnoindustrial. ¿De qué otra manera se puede colonizar el mercado mundial?

La irracionalidad desoladora del conflicto bélico y el nuevo proyecto del orden mundial aparecen sólo como testimonios mecánicos de lo que en realidad encierra la lógica del dominio técnico, que no es otro que desalojar, e invalidar la razón crítica, que podría hacer viable una desaceleración en la dinámica de crecimiento en la que se encuentra inmerso el dominio técnicomilitarista y burocrático contemporáneo.

La historia no es lineal, pero a veces repite los acontecimientos; en los prolegómenos de la I Guerra Mundial los círculos más agudos del pensamiento europeo llamaban la atención y reclamaban la necesidad de controlar las tendencias y la indiscriminada aceleración del desarrollo tecnológico, pues su final conduce a una industria militar cuya maquinaria concluirá en el campo de batalla. Aquellas voces, como las de hoy, fueron acalladas; dos décadas más tarde el terror bélico desfilaba entre un mar de pardas banderas por las avenidas europeas.

Ahora, después que la locura haya sido relajada y Babilonia arrasada, cuando la estrategia de la muerte concluya, cuando cese "el llanto de los pueblos derrotados", el rumor de la victoria lo enunciarán las bolsas mercantiles, junto a las "razones de la moral colonizadora", y se harán explícitas las máximas que encierra el nuevo orden económico mundial.

Por entonces, entre las ruinas del Éufrates, junto a sus cauces resecos, se podrá escuchar el testimnio del poeta Al Dayati: "Girad monedas, girad en el vacío / y caed en la ignomia. / Porque mañana bajarán el telón / y rodarán los actores por el fango / bajo el techo del teatro demolido".

es arquitecto.

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