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La perplejidad de un rey

Antonio Elorza

Al repasar los hitos de su biografía salta a la vista que una cuestión que regresa más de una vez a la mente de Alfonso XIII consiste en adivinar cuáles son las causas de su propia impopularidad. Como tantos otros miembros de su dinastía, el rey es un hombre campechano ("madrileño castizo"), practicante de ese tuteo borbónico sin correspondencia que absorbe al interlocutor en una relación asimétrica, preocupado constantemente por los problemas del país y resuelto a intervenir en ellos decididamente. Algo falla, sin embargo. "Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo", son las primeras palabras del mensaje de despedida al país tras proclamarse la II República. En junio de 1917, conversando con su amigo el ingeniero Domingo de Orueta, se pregunta por las razones de que siente mal a la opinión pública su práctica asidua de los deportes ecuestres, los partidos de polo en primer lugar. En otros países, ejemplo de Inglaterra, el efecto hubiera sido contrario. Muchos años más tarde, la reina Victoria le preguntará con tristeza a Pedro Sainz Rodríguez: "¿Qué han de hacer los revés en España para que el pueto los ame?".Posiblemente, Alfonso XIII no medía bien la distancia que en el primer cuarto de siglo separaba aún las diversiones populares de las que él practicaba. Las historias relativas a una sentimentalidad fácil, con la cupletista Julia Fons como relación emblemática, entre otras de distinto rango y condición, podían preocupar el sentido del orden de Antonio Maura, igual que las partidas de caza, causa de ocasionales despegues de las obligaciones propias del cargo. Lo esencial era, no obstante, el distanciamiento creado por la forma en que el monarca asumía un protagonismo heredado de la Constitución canovista. Consciente desde el primer moinento de su papel central en el sistema político, Alfonso XIII nunca rehuyó utilizar esas facultades que acaban situándole por encima del mismo. Tampoco dudó en asumir el modo de vida que sancionaba su vinculación con los intereses conservadores y, a través de ello, la divisoria entre régimen político y España real.

Ante todo, Alfonso XIII fue un rey profundamente militarista. El historiador M. Fernández Almagro, en su biografía del personaje, nos dice que, antes de ocupar el trono por su mayoría de edad a los 17 año se había formado un batallón infantil con hijos de grandes. El primer acto del nuevo reinado despejó cualquier duda: el rey adolescente compartía la frustración militar derivada del desastre y estaba dispuesto a practicar un patriotismo asentado en la fusión de la Corona y el Ejército. En el Consejo de Ministros presidido por el anciano Sagasta, el recién llegado no dudó en enfrentarse con el ministro de la Guerra y hombre duro de Cuba, general Weyler, para oponerse a la medida de cierre de las academias militares. Luego reivindicó para sí, en exclusiva, la concesión de honores, títulos y grandezas, teniendo que advertirle otro ministro, el duque de Veragua, grande de España, -que todo mandato del rey requería, por la Constitución, el refrendo ministerial para ser efectivo. En este ácido prólogo estaba ya contenida la problemática esencial de tres décadas de reinado.

La debilidad de los partidos dinásticos determinó muy pronto que el papel decisivo del rey creciese hasta forjar la ilusión de que todas las piezas del sistema eran marionetas en su mano. Al ser el acto fundamental la disolución de las Cortes, a partir de la cual un líder hacía las elecciones de las que surgía su mayoría parlamentaria, el monarca estaba en condiciones de hacer y deshacer situaciones políticas. Actuar en nombre del partido militar y destituir al liberal Montero Ríos, acabar con López Domínguez merced a la coartada del papelito entregado por Moret, cargarse más tarde a Moret tras una conversación de cacería, abriendo la puerta a Canalejas, etcétera. Más allá de lo acertado o erróneo de estas decisiones, lo esencial era la tendencia a anudar las relaciones de poder entre los hombres políticos y el rey, por encima de Parlamento, partidos o Gobierno. Tras 15 años de reinado cabía escribir que el régimen español era "una autocracia de apariencia constitucional" (L. Araquistáin). Cuando el proceso culmine en septiembre de 1923, Manuel Azaña podrá establecer su veredicto: "El rey empleaba el poder personal, acumulado en 20 años de transgresiones constitucionales, en descoronarse a sí mismo".

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No hay duda de que, a fuerza de dirigir personalmente tan atípico orden constitucional, Alfonso XIII acabó perdiendo la confianza en las instituciones. Al margen de la modernidad que pueda deducirse de su sagacidad para los negocios, las conversaciones con diplomáticos ingleses revelan una mentalidad hondamente contrarrevolucionaria. Así, cuando tiene noticias de la caída de Nicolás II de Rusia, piensa en un hipotético escenario donde los nobles españoles defenderían a su rey frente a una eventual revolución, a diferencia de lo ocurrido en Rusia, y le pregunta al embajador británico, para embarazo de éste, si en Inglaterra ocurriría otro tanto. Luego, la revolución bolchevique acentuará ese instinto defensivo. Pero sobre todo le domina la sensación de que el sistema parlamentario ya no es sino un obstáculo. El 23 de mayo de 1921 pronuncia un sonado discurso en Córdoba, lamentando la limitación de sus poderes a la hora de resolver los problemas. "El rey", advierte, "no es absoluto y no puede hacer otra cosa que autorizar con su firma que los proyectos vayan al Parlamento (...); pero es muy duro que no pueda prosperar lo que interesa a todos por pequeñeces de la política (sic). "Así las cosas", concluye, "se convocan y disuelven Parlamentos, sin que se logre nada útil". No es extraño que redoblen a partir de entonces las presiones derechistas para, conseguir un régimen de poder personal encabezado por el rey. Las campañas de Delgado Barreto en La Acción, movidas pronto por el ejemplo del fascismo italiano, tendrán, sin embargo, que esperar a que los conflictos sociales en Barcelona y el tema de las responsabilidades por el desastre de Annual lleven a esa salida autoritaria, que se hará bajo la forma tradicional de un pronunciamiento militar.

En conversación con Cortés Cavanillas, y ya destronado, Alfonso XIII explicó las razonesde su africanismo: "'Si aprobé las razones de mis Gobiernos contra las Juntas, tenía también que aprobar la de los lenerales, jefes y oficiales que debatían heroicamente en Marruecos contra los Gobiernos que se sucedieron de 1921 a 1923 y contra las Cortes, que tampoco supieron cumplir su deber con el Ejército, y fundamentalmente con el de Africa". La gratitud de sus militares, como Franco, responderá a esa preocupación. Pero también fue juicio muy extendido que la oposición del rey a la exigencia de responsabilidades fue la base de su actitud en el golpe militar de Primo de Rivera, donde quizá no tuvo participación en la génesis, pero sí tomó la decisión que hizo posible su triunfo. Desde aceptar la dimisión presentada por Santiago Alba en el baile de la reina madre hasta el rechazo de la solución constitucional de García Prieto quedaba trazado el camino de complicidad del cual, según la frase de Azaña, surgió la "descoronación", hecha efectiva en abril de 1931. La preocupación por desmentir ante la familia real británica la intervención en el pronunciamiento, al lado de los juicios elogiosos que dedica al general alzado y a su programa (con las perspectivas de una cámara de representación de intereses corporativos), refleja mejor que nada su ideario en la circunstancia. Otra cosa será el malestar posterior ante el protagonismo personal asumido por Primo de Rivera.

Por último, en términos políticos, la década transcurrida entre la salida de España y el fallecimiento en Roma, el 28 de febrero de 1941, constituyó una prolongada agonía. Alfonso XIII optó por una fórmula ambigua. No abdicó, pero suspendió el ejercicio del poder real "mientras habla la nación". Sin duda, no le agradó demasiado la forma de expresarse la tal nación, porque un año después describe la situación en términos apocalípticos: habrían sido las Constituyentes de 1931 "unas Cortes sectarias que, inspiradas en el odio, dicten sus arbitrarias medidas al amparo de procedimientos de terror, de espaldas al verdadero sentir del pueblo español". Es la base de actuación para el violento antirrepublicanismo de Renovación Española y el Bloque Nacional, cuyos dirigentes, no obstante, como José Calvo Sotelo, si bien tienen clara la "operación quirúrgica", golpe militar mediante, prefieren aplazar para más tarde la restauración de la monarquía tradicional. No otra será la estrategia del general Franco, cuya gesta respalda sin reservas el ex rey desde Roma: "Yo obedeceré las órdenes del general Franco", declara en marzo de 1939, "que ha reconquistado la patria, y, por tanto, me considero un soldado más a su servicio". Se ha invertido la relación jerárquica entre el monarca y su ejército. Y cuando Alfonso XIII muere en Roma, hace ahora 50 años, los datos no han cambiado. Subalterna respecto del régimen de Franco, la monarquía, para ser democrática, habrá de soportar un largo aprendizaje bajo la dictadura.

es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.

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