Cuento
En aquel frío invierno del 91, los intelectuales razonables proliferaban y competían entre sí citando filósofos que extrapolaban de su contexto y asaltaban en sus tumbas. En medio de la helada, florecían: protegida su especie por la indispensable premisa de que su pensamiento dividido en compartimientos estancos como los cubitos de hielo, se había organizado en el congelador durante los años que precedieron a la tormenta. Entre tanto, los emocionales tiritaban.Sometidos a la evidencia de lo carnal, lo tangible, horrorizada presa de sus propias vísceras, apenas se atrevían a respirar, sintiéndose culpables de hacerlo por los habituales conductos anatómicos, en lugar de aspirar y exhalar el aire utilizando el cerebro, ese revalorizado centro de información privilegiada, cuya asamblea de neuronas puede autorizar el uso de la fuerza necesaria y de las justificaciones más alambicadas para imponerse sobre otros órganos de tercer o cuarto orden.
Caían bombas de punta distribuidas razonablemente, y los peligrosos viscerales se preguntaban qué tenía de perverso poseer un corazón vulnerable, un estómago propenso a la náusea, unas tripas con retortijones, una indignación física y una garganta funcional para gritarla. Cuando les daba por llorar, miraban furtivamente a su alrededor, pues el llanto era, en aquel tiempo, un acto tan obsceno como exhibirse en cueros a la puerta de un colegio de pulcras ursulinas aleccionadas por la superiora.
Lo único bueno que trajo consigo aquel invierno del 91 fue la desconfianza que todos los ciudadanos aquejados por enfermedades infantiles empezaron a mostrar hacia los abanderados del intelecto. En la cueva en la que trataban de calentarse frotándose mutuamente el corazón hasta sacarle chispas, sobrevivieron a la luz de pensamiento y al contagio. Hasta hubo quien dejó de comer sesos a la romana.
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