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Los pacifistas

Mario Vargas Llosa

Pasé por Grosvenor Square y frente a la mole de la Embajada norteamericana vi, bajo la nieve, una banderola pidiendo la paz en el Golfo y dos viejitas montando guardia a sus pies. Tenían un pequeño brasero para calentarse, pero con una temperatura de 10 grados bajo cero no debía de servirles de mucho. Les pregunté y me explicaron que hacen turnos de cuatro horas, por parejas, de día y de noche, y que hay otros puestos pacifistas cerca de Downing Street, la residencia del primer ministro y del Ministerio de Defensa, en Whitehall.Igual que estas viejecitas hay otras en el Reino Unido que más bien apoyan la guerra de los aliados contra Sadam Husein. Han fundado una asociación para enviar cartas y regalos a los soldados que sirven en el frente y para dar ánimos y mantener informados a sus familiares. Siempre he pensado que la salud de la democracia británica se debe a las viejitas. Son ellas las que acosan a parlamentarios, funcionarios y ministros con quejas o peticiones que suelen encontrar el camino de la prensa, las que mantienen articulados a la sociedad civil a los partidos políticos, las que hacen el trabajo de hormigas en las elecciones y quienes, en verdad, las ganan o las pierden. Estoy seguro de que a ellas, no a la mítica protección del rey Arturo, se debe que ningún invasor después de los romanos haya puesto los pies en la isla.

Las viejitas son también el nervio del movimiento pacifista británico, que en estas últimas semanas ha organizado dos exitosos mítines en Trafalgar Square. Desde la campaña contra la guerra de Vietnam no se había visto una concurrencia parecida en actos de esta índole. Fui a curiosear y ahí estaban, redivivas, algunas caras de los sesenta, como la del aristócrata radical Tony Benn, la de Vanessa Redgrave y la de un irredento amigo trotskista a quien no veía desde hacía 20 años. Le pregunté qué opinaba de los trastornos en la URSS y los países del Este y me respondió con un brillo tierno en los cansados ojos: "Que ha llegado la hora de León Davidovich". Una parte de los manifestantes de Trafalgar Square eran pacifistas tácticos. Estaban allí por odio a Estados Unidos y al sistema occidental, no por amor a la guerra. Pero había muchas viejitas que -meto mi mano al fuego por ellas- se manifestaban igual contra cualquier conflagración en cualquier punto del planeta.

Esas mujeres tenaces son peligrosísimas, igual que todo el que piense como ellas. El pacifismo parece un sentimiento altruista, inspirado en una ecuménica abjuración de la violencia y el sueño de un mundo sensato y dialogante, en el que todos los conflictos entre naciones se resolverían en una mesa de negociación y en el que habrían desaparecido las armas. Es una hermosa fantasía, pero quien cree que la mejor manera de hacerla realidad es oponiéndose a todas las guerras por igual -a la guerra en abstracto- trabaja, en verdad, porque el mundo sea una jungla dominada por hienas y chacales y porque las ovejas sean exterminadas.

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Porque la guerra en abstracto no existe. Sólo existen guerras concretas, y aunque todas son atroces y causan víctimas inocentes -unas más que otras, desde luego-, cada una tiene un contexto, unos protagonistas y una problemática que le da su con-Figuración par-' ticular. Los pacifistas eluden estos asuntos, o los descartan como secundarios, y esgrimen sólo aquellos argumentos que nadie, a menos de ser lunático o sádico, puede refutar: los hogares destruidos, los niños quemados, las cosechas arrasadas. Y en este caso, la imagen del pobre país atrasado al que bombardean las prepotentes superpotencias de la tecnología y el dinero.

En sus Reflections on Ghandi, Orwell desafió a aquellos pacifistas que "eluden las preguntas incómodas" y adoptan "la estéril y deshonesta tesis de que en cada guerra ambos bandos representan lo mismo y por eso no importa quién gane", a responder, en torno a la II Guerra Mundial, a estas preguntas: "¿Y qué de los judíos? ¿Aceptan ustedes que los exterminen a todos? Y si no, ¿qué proponen para evitarlo, excluida la opción de la guerra?".

Los pacifistas de nuestros días deben responder,si están de acuerdo en que Irak se engulla a su pequeño vecino Kuwait y de este modo pase a ser el país con más reservas de petróleo en el mundo. Y si aceptan que, reforzada así su economía, Sadam Husein desarrolle aún más su maquinaria militar, las armas químicas y bacteriológicas que ya ha usado contra Irán y su propio pueblo -los kurdos- y las atómicas que ha prometido usar contra Israel, para conseguir su,objetivo de unificar a la "nación árabe", aun cuando para ello cueste más del millón de muertos que significó su guerra contra Irán.

Lo que está en juego, pues, no es la paz contra la guerra, sino una guerra, la de los aliados, contra las guerras que el dictador de Bagdad ya ha desatado y las que se propone desatar. Los Scud lanzados a Tel Aviv y Jerusalén, que tanta popularidad parecen haberle gana,do entre las masas árabes, son una prueba rotunda de que el personaje es coherente y hace lo que dice. Quienes quieren atar las manos de los aliados y sacarles del Golfo como sea no luchan por la paz. Luchan porque Sadam Husein gane sus guerras: contra Israel, contra los regímenes moderados de Oriente Próximo, contra sus vecinos y contra todos los árabes que podrían resistirse a ser unificados bajo la férula del nuevo Nabucodonosor.

La intervención en el Golfo no es contra la dictadura de Sadarrí Husein. Tener un régimen democrático o despótico, ser gobernado por alguien responsable o por un sátrapa, es (debería ser) una decisión soberana de cada país. Si el pueblo iraquí quiere a Sadam Husein, es su derecho. Muchos países de nuestros días han elegido la barbarie, y esa decisión debe ser respetada, por supuesto. Pues eso que llamamos la civilización no prende nunca si es impuesta. Ella debe ser construida desde sus cimientos por cada sociedad, a base de convicciones, sacrificios, reformas, aclimatada y abonada por aquellos mismos a los que va a beneficiar. Es la única manera de que se vuelva carne y sustancia de un país.

La guerra del Golfo no es para evitar que Sadam Husein siga haciendo fechorías con los suyos: asesinando disidentes, gaseando kurdos, gastando cuantiosos recursos en erigir el cuarto ejército del planeta. Ése es un problema que deben resolver los iraquíes, si creen que tal problema existe. La razón de la guerra es impedir que las fechorías de Sadam Husein sigan desparramándose fuera de las fronteras de Irak y llevando el horror y la.muerte que causan dentro de ellas. Es ahorrar,las inf in itas muertes de inocentes que seguirá provocando si no se le ataja de una vez.

Quienes dicen que ésta es la guerra del petróleo dicen la verdad. La anexión imperialista de Kuwait, además de violar el de

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Los Pacifistas

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recho internacional, pone en manos de Sadam Husein un instrumento capaz de hacer estragos en el globo. Pero no es cierto que esta arma dañaría sobre todo a los países desarrollados, que tienen almacenadas importantes reservas y que demostraron, durante la crisis provocada por los productores de crudo, que podían capear el temporal con -fuentes alternativas y estrictas políticas de conservación de energía mucho mejor que los países pobres., La inmensa mayoría de éstos importa petróleo y son ellos los que pagarían la factura más cara si los precios del crudo se disparan.

Irak no es un país pobre, sino riquísimo. Si los iraquíes no tienen el alto nivel de vida que podrían tener es porque su petróleo ha servido para comprar tanques y aviones y para construir centrales nucleares en vez de escuelas, tractores, hospitales, fábricas y bibliotecas. Y porque vivir en el oscurantismo y el despotismo no suele hacer progresar a los países. Ojalá que uno de los resultados de la guerra del Golfo sea librar a Irak del régimen que ha malgastado de ese modo criminal su riqueza. Pero ésta no puede ser la meta de los aliados. Sólo del pueblo iraquí.

Si no hay manera de evitar a veces esa cosa horrible que es la guerra -y éste es uno de los casos-, conviene no hacer trampas y decir con quién se está y por qué. Quienes encabezan el esfuerzo militar de la coalición son países que -amparados por resoluciones de las Naciones Unidas y principios de derecho internacional que, en teoría al menos, la mayoría de naciones dice reconocer- son sociedades abiertas donde existe una opinión pública que puede hacerse oír y que influye en la vida pública. Que presiona y señala a los Gobiernos los límites fuera de los cuales la guerra ya no sería tolerable. Esa opinión pública fue la que derrotó a Estados Unidos en Vietnam. y la que puede, si el movimiento pacifista se amplifica a los niveles de entonces, convertir en victoria la derrota de Sadam Husein, quien no tiene opinión pública que afrontar (ya que en una dictadura totalitaria la opinión pública es una sucursal del Ministerio de Información).

La actitud del Reino Unido ha sido la más clara y resuelta entre todos los países de Europa. Pero yerran quienes creen que ello se debe a John Major y al ejemplo vivo de Margaret Thatcher. Se debe a esas diligentes viejitas que en un 80%, según las encuestas, apoyan la presencia 'de los aliados en el Golfo. Como ellas, yo tampoco creo que la paz de hoy deba comprarse con los apocalipsis y genocidios de mañana.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1991.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario El País, SA, 1991.

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