El halo y el falo
En mis tiempos infantiles de fervor religioso conocí a algunos que, como yo, aspiraban a ser misioneros en lejanas tierras de gentiles, y no tanto por convertir infieles (negritos, chinitos, pieles rojas) como por la ocasión de alcanzar la santidad a través del martirio". Como suele ocurrir en casi todo, también el monaguillo escondía en su mochila el bastón de mariscal de las tropas celestes. Nadie, sin embargo, entre nosotros, con un destino tan propio y turbador como un tal Luciano, a quien he vuelto a recordar en estos días en que al parecer los espantajos de los dioses vuelven a danzar sobre un horizonte rojo de sangre y negro de petróleo, que son los colores (malicia y fe) que, desde Stendhal, mejor cuadran a toda guerra santa.Cuando lo conocí, Luciano tenía unos 14 años, dos o tres más que yo. Sabía tocar la flauta y tallar la madera, y no eran ésas las únicas destrezas de que lo había dotado la fortuna. Su mismo aspecto revelaba ya al artista innato, de esos que no conceden importancia a sus méritos porque tampoco nada les ha costado conseguirlos. Tenía, en, verdad, una linda figura. Era delgado y ágil como un mimbre y con unos rizos y unas pestañas y un perfil ensimismado y medio concupiscente de príncipe zíngaro que trastornaba a las mujeres. Le bastaba con entornar los Ojos y mirarlas desde su hondura angelical y umbría pa:-a arrancar suspiros y rubores hasta entre las viejas y las niñas. Lo recuerdo vestido con un traje de arlequín que le echaron por Reyes, y aunque siempre fue de carácter absorto y taciturno, en la forma grácil de moverse y en las posturas sutiles que ponía parecía realmente un arlequín, y yo a veces pensaba si no habría sido engendrado en verdad por un santo debajo de una higuera, corno contaba la leyenda.
Era hijo de la señora Candi, y la historia aquella del santo y de la hwuera se remontaba a la época en que la señora Candi sufrió de niña unas calenturas perniciosas y sus padres la encomendaron como última esperanza a san Luciano obispo, que era el santo del día. No sólo se curó en poco tiempo, sino que enseguida empezó a crecer y a echar cuerpo hasta convertirse casi de golpe en una mujer guapísima y de una exuberancia terrenal que el recato y los lutos hacían más perturbadora aún. Porque fue el caso que en acción de gracias había decidido consagrarse de por vida a su benefactor, y desde entonces vestía casi siempre de oscuro, y sólo salía de casa para ir a la primera misa de la mañana y a los oficios de la tarde. El resto del día se lo pasaba esperando que se le apareciese el santo, y según los rumores conversando a todas horas con él en interminables parlamentos místicos llenos de reproches y requiebros, y pidiéndole que le enviase alguna señal de que su servicio era bien acogido.
Ningún cortejador consiguió arrancarle nunca una mirada de piedad, y entretanto su belleza se iba haciendo más inquietante cada día. Y así pasó el tiempo, y cuando ya se acercaba a los treinta y estaba en lo más granado de su madurez, un día el santo se le apareció por fin. Entre lo que ella contó y otros dedujeron o imaginaron, la aparición debió de ocurrir más o menos así.
Fue una tarde de junio. La señora Candi tenía entonces la costumbre de dar un paseo al atardecer por los alrededores del pueblo. Salía de la iglesia con su traje oscuro, su velo de encaje y su librito de oraciones, llegaba hasta la ribera, estaba allí un rato rezando y conversando con san Luciano obispo, y con las mismas regresaba. Pues bien, aquella tarde, al llegar a la orilla, sentada en el tronco de una higuera vio una figura extraña, pero al mismo tiempo familiar. Tenía el pelo rizado y ceñido por una corona de lirios, y luengas barbas rojas y cabrías, vestía una piel de oveja, calzaba sandalias de hierba y tocaba una flauta silvestre. A modo de báculo obispal, había contra la higuera una vara de asfódelo, y abierto sobre el pasto, un libro de Aristóteles. No había dudas: aunque con algún accesor ío mítico, aquéllos eran, en efecto, los atributos (al menos, los visible.s) del santo varón. Y contaba la. señora Candi que los lirones nadaban panza arriba acunados por el son de la música pastoril y que los peces y los tritones subían del fondo y se asomaban a la superficie para oírlo tocar. Una luz milagrosa ponía un entorno de anunciación en la cabeza del aparecido, el cual al ver a la doncella dejó la flauta a un lado, empuñó el báculo, se acarició regiamente las barbas y le tendió una mano invitadora:
-Acércate, mi prosélita -le dijo-, y ofréceme homenaje.Y ella se acercó, se sentó'y, con un suspiro de éxtasis, se abandonó en el regazo de su benefactor.
Lo que ocurrió después no hará -falta decirlo, sino que de aquel encuentro, que se prolongó hasta el alba, nació Luciano, y aunque según las malas lenguas el santo no era otro que un viajante de máquinas de coser que en su despecho se había sentido industrioso y audaz, y del que nunca más volvió a saberse, es el caso que aquel niño nació con una gracia de arlequín que hacía honor en verdad a su origen divino.
Durante algún tiempo, su madre vivió con la esperanza de que a su hijo podría brotarle en cualquier momento un halo de santo que probara su alcurnia celestial. Los otros, los que también hervíamos en la fe religiosa, lo envidiábamos en. secreto; él iba a ser san Luciano arlequín y mártir, porque era seguro que su progenitor no le riégaría la palma del martirio.
No le brotó el halo, ciertamente, pero sí heredó a cambio, y co n creces, los atributos terrenales del padre. Poseía una herencia en verdad sobrecogedora, y no le importaba exhibirla porque también aquella desmesura venía a ser un anuncio de su futura santidad. Haciéndole corro, como pastorcillos ante una aparición, nosotros mírábamos arrobados aquel grande prodigio.
Creo que fue ahí donde yo empecé a perder la fe en Dios, y por supuesto en mí mismo, y si he vuelto a recordar aquellos tiempos es porque sospecho que a las víctimas de esta guerra santa tampoco esta vez les va a salir el halo del martirio, aunque los vencedores que alcancen a contarlo quizá reciban, en premio de su fe, un próspero falo de consolación. Y es que de nuevo los enviados de los dioses han resultado ser tan sólo audaces viajantes de comercio.
Luis Landero es escritor.
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