Guerra injusta
En las dos últimas semanas, dos obispos, que yo sepa, han venido a decir que la llamada guerra del golfo Pérsico, que con tan alto coste se está desarrollando, es una guerra injusta, aunque las posiciones de ambos prelados no eran coincidentes. Las noticias eran tan confusas e insuficientes como suelen serlo en tales casos. El hecho es que los pacifistas y la oposición política de izquierdas celebraron la afirmación y la incorporaron, como argumento de autoridad, a sus alegatos.De esta manera se expresan los obispos, que utilizan conceptos y expresiones muy anclados en la tradición de la teología moral católica. En cualquier caso, el acto de calificar de injusta una guerra supone un juicio condenatorio de carácter moral. Otros muchos, que no son obispos precisamente, también hacen condenas morales de la guerra, pero utilizan otras terminologías: abuso de poder,inhumanidad, imperialismo, deseo desmedido de poder, opresión de desheredados, canje de hombres por petróleo, y así sucesivamente. Calificaciones, o, mejor, descalificaciones morales no es precisamente lo que falta.
Creo que está muy bien que haya juicios éticos sobre las cosas que pasan; no todo va a ser sociología, derecho y economía. Y una sociedad necesita algo más que criterios de eficacia en orden al acrecentamiento de la riqueza. También creo que casi todos somos partidarios de la ética. Otra cosa es de qué ética somos partidarios cada uno. Y otra, a su vez, no menos importante es la consecuencia que el Juicio ético tiene para la acción de los implicados en los acontecimientos que son objeto de calificación moral.
La reflexión moral sobre la guerra en abstracto ha sido a lo largo de los siglos un hallazgo en el sentido de fundamentar un derecho internacional que, de algún modo, ha conseguido mitigar los sufrimientos de los hombres, al menos de bastantes hombres. Ahí están las convenciones de Ginebra, la ONU misma y otros productos de un progreso moral que resulta en normas e instituciones que, aunque con frecuencia no respetadas, quedan como elementos de referencia y como efectivas fuentes de paz y tratamiento más humanitario en numerosas ocasiones.
La reflexión moral sobre esta o aquella guerra en concreto es de más problemática valoración. No me refiero a la reflexión moral sobre la guerra de Numancia, o la guerra civil entre César y Pompeyo, o la de Leovigildo con su hijo Hermenegildo. Aunque es muy probable que los juicios éticos sobre esas contiendas susciten, todavía alguna pasión, es algo que no nos atañe y podemos enjuiciar con serenidad. Pero en la medida en que nos implicamos personalmente, la serenidad disminuye, y además, aun con la mayor de las serenidades, el prejuicio es inevitable.
Y sobre todo si la guerra está ya en funcionamiento. Pero entonces es precisamente cuando proliferan los juicios éticos. Una sociedad no puede, al parecer, pasarse sin predicadores, a lo divino o a lo humano, laico y filosófico. Y seguramente es conveniente que predicadores existan. ¿Qué haríamos sin las luminarias que nos guíen en la noche oscura? Más aún, la guerra es abono de predicadores, planta que en tales momentos se multiplica, como si la desolación bélica fuera, por paradoja, su mejor campo de cultivo. Casi se podría decir que todo ciudadano no mudo se transforma en panegirista, profeta o condenador. Y de condenar y ensalzar se trata, de apoyar u oponerse. Cuando estamos personalmente implicados en algo, el juicio ético es juicio de parte; fundamenta y corrobora nuestras opiniones, se integra con nuestros intereses, nuestras convicciones, nuestros miedos, nuestros deseos. Al fin, especialmente a guerra comenzada, el juicio ético se confunde con frecuencia con propaganda y justificación. El juicio ético, así, puede acabar siendo un instrumento de la guerra misma. Es un arma de guerra; y a veces, no menos destructora que las exterminadoras de refinada y letal tecnología. Y si no es propaganda de guerra, lo es de otros intereses que aprovechan la guerra para imponerse. Una guerra acaba siendo, entre otras cosas, la contienda entre juicios éticos contradictorios. Los juicios éticos sobre una guerra en marcha son, por tanto, inevitables y sospechosos.
Pero es que además el juicio ético sobre una guerra es con frecuencia simplista y ambiguo. Decir, por ejemplo, que una guerra es injusta es decir poca cosa. Toda guerra es injusta. En la práctica, no es fácil encontrarse con una cuya iniciación y desarrollo respondan a los requisitos de la doctrina tradicional de la guerra justa. Sobre todo, eso de que sea "el último recurso" para obtener un resultado justo; de que se haga con "intención justa", es decir, como decía san Agustín, excluyendo "el deseo de perjudicar, la crueldad de la venganza, una hostilidad ingobernable e Implacable, la Ira de la rebelión, el deseo de dominación y cosas semejantes"; o que el recurso a la guerra sea "proporcionado" a los objetivos.
Pero no es a ese aspecto al que me refería, sino a otro: toda guerra es necesariamente injusta, al menos, por parte de uno de los contendientes. Para que haya guerra justa tiene que haber alguien injusto, un agresor, o ladrón, o amenazador, o lo que sea. Una guerra no puede ser justa si no es a la vez injusta. Como no hay legítima defensa sin agresión ilegítima. Más aún, la guerra es tanto más justa en cuanto que es más injusta; la injusticia de una parte alimenta ]ajusticia de la otra, como la injusticia del holocausto hitleriano aumentó la justicia de la causa aliada. Decir, por tanto, que una guerra es injusta es decir poco: la injusticia, en realidad, no se predica de la guerra, sino de los responsables de la misma, de cada uno de los contendientes. Son éstos los que son justos o injustos. La guerra es además un horror, un fracaso humano, como el asesinato, la violencia, la agresión y las reacciones, legítimas o no, que puedan provocar.
Pero lo peor de la guerra comenzada es que existe; una vez que existe, de un modo u otro se desenvuelve y termina. En tales circunstancias, el Juicio ético es algo más que un esclarecedor ejercicio de bondad y sabiduría del que lo emite. O debería serlo.
No se trata de una ocasión de lucimiento personal del enjuiciador, ni siquiera de exposición de excelsa y noble doctrina.
Porque cuando una guerra ha comenzado hay que tomar decisiones, y éstas son diferentes de las que se podían adoptar antes. Ya no cabe la de no iniciar la guerra. Se dirá que, a pesar de todo, es muy sencillo: se detiene la guerra y ya está. Se supone, claro, que la detiene la parte injusta. No tendrá que hacerlo precisamente el que hace una guerra, por lo que a él concierne, justa. ¿Y si ambas actuaciones son injustas? Ambos tendrán que detenerse. ¿Y si uno no lo hace? ¿Hay que dejar que una injusticia prevalezca sobre otra? ¿O hay que dejarse machacar? También hay paz injusta. No vale cualquier paz.
Iniciada una guerra injusta, la actuación de la otra parte puede conducir a la conclusión de que el injusto no puede ya volver atrás, según el apropiado juicio ético, si el injustamente atacado reacciona tan desproporcionadamente que convierte al atacante de candidato a verdugo en potencial víctima, no sé si inocente, pero sí injusta.
Por lo demás, que alguien que pudo evitar una guerra no la haya evitado no transforma en justa necesariamente la posición de su contrincante.
La guerra es un hecho. El juicio moral al estilo que se usa sirve, más que nada, para iluminar conductas pretéritas. Pero no tanto para las futuras, sobre todo de quienes no somos responsables de su desencadenamiento y desarrollo, pero no podemos permanecer indiferentes, no sólo por razones humanitarias, sino por razón de creencias, intereses, convicciones. La gente prefiere el bien frente al mal. Pero, en el peor de los casos, a veces hay que elegir entre dos males. Esas decisiones se presentan en la vida individual, en el mundo de las relaciones familiares y sociales y, por supuesto, en el de las relaciones internacionales. Churchill tuvo que aliarse con un diablo (¡y qué diablo resultó ser!) para librarse de otro, para él, peor. Llegaron a un pacto con un diablo. A la hora de hacer juicios éticos también eso hay que tenerlo en cuenta. El moralista laico o eclesiástico se debe sentir una especie de demiurgo cuando espeta frases
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