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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Que cesen las hostilidades

EN ESTOS momentos dramáticos del comienzo de una guerra de alcance todavía imprevisible sobrecoge pensar -por encima de fronteras, creencias religiosas o ideas políticas- en los horrores que puede padecer la humanidad y los que van a sufrir soldados y civiles afectados por las hostilidades. La guerra, incluso cuando se hace en nombre de objetivos legítimos, es siempre detestable: siega vidas humanas, aniquila bienes y es la negación absoluta del derecho a la vida, el más elemental de los derechos humanos. Pero aun en medio del caos, de la destrucción y del horror de las matanzas existen grados y niveles ante los que la concíenchi, moral no debe dejar de pronunciarse. Es así apremiante que, en ninguna circunstancia, con ningún motivo, se empleen sistemas de destrucción masiva. Irak posee armas químicas y bacteriológicas. Israel tiene el arma nuclear, al igual que EE UU, el Reino Unido y Francia.

Existe el peligro real de que el conflicto se acabe convirtiendo en un apocalíptico escenario de exterminio y terror. Evitar a toda costa tal amenaza es hoy una exigencia tan prioritaria como lograr un alto el fuego que permita restablecer el Derecho Internacional mediante el diálogo y la negociación. El empleo de armas de destrucción masiva, el bombardeo de poblaciones civiles, de ninguna forma ayudan al restablecimiento de ese derecho. No es concebible un nuevo orden del mundo más justo y democrático si es edificado sobre los cadáveres de víctimas indiscriminadas e inocentes. La suposición de que en la guerra cualquier medio es válido con tal de derrotar al enemigo es particularmente perversa. Muchas veces en la historia se ha dado el ejemplo de que cuando una de las partes se considera en el uso de la razón tiende a justificar cualquier acción. Pero incluso en la guerra hay límites que no pueden ser transgredidos. Las mismas razones de humanidad y sentido común obligan a desear que esta guerra sea lo más corta posible. Alguno de los dirigentes norteamericanos que más han presionado para que el conflicto se inicie sin dilación ha argumentado a la vez que era preciso aprovechar la oportunidad para aniquilar a Sadam Husein y, con él, al sistema militar y productivo iraquí. Esta tesis, apoyada con entusiasmo por el Gobierno israelí, es contraria a las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El empleo de la fuerza ha sido autorizado por la organización internacional para expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait, que debe recuperar su independencia, a fin de que el Derecho Internacional sea respetado. Pero no se puede hacer pagar a las poblaciones de Irak los crímenes de Sadam Husein, verdugo de su propio pueblo. En el terreno de los hechos, es más que improbable -contra lo que tiende a suponerse en algunos sectores- que, gracias a la guerra, los problemas de la región puedan encontrar una solución mejor y más fácil. Más bien ocurrirá lo contrario, debido a los odios y resentimientos que se agudizarán entre pueblos enteros. Ya sucedió así con las consecuencias de la primera gran guerra (1914-1918), en cuyos rescoldos se fraguó la segunda contienda mundial.

Respecto a la responsabilidad última de este conflicto, la historia pedirá cuentas al dictador iraquí, cuya locura e intransigencia han lanzado al mundo a una aventura de consecuencias imprevisibles. Por lo demás, el rechazo moral de la guerra no puede cegar un análisis sereno de las actitudes políticas que ha suscitado. Sobresale la debilidad europea para articular una política común y autónoma de Estados Unidos. En medio de ese desconcierto, la respuesta dada por el Gobierno español desde el comienzo de la invasión ha pretendido ser coherente con las nuevas responsabilidades de nuestro país como miembro de la Comunidad Europea y de la Unión Europea Occidental, así como con los mandatos de las Naciones Unidas. La presencia de barcos españoles en la zona de conflicto para colaborar con el bloqueo internacional al país agresor es la mínima solidaridad exigible a un país aliado como el nuestro. La prudencia del Gobierno, que no desea en principio ver involucrado a nuestro Ejército en operaciones bélicas, es tanto más de señalar cuanto en países vecinos y de larga raigambre democrática los respectivos Parlamentos han autorizado a sus Ejecutivos a participar en dichas operaciones, incluso bajo el mando norteamericano. Es de lamentar, en cambio, el continuado silencio del Presidente y sus ministros, que contrasta con el aluvión de declaraciones de otros líderes occidentales, y la poca energía puesta por las Cortes a la hora de reclamar un debate político sobre los sucesos de estos días.

Respecto a las consecuencias de la guerra misma, es indudable que son impredecibles y que en mucho dependen de la duración de los combates y del balance de víctimas. Es todavía pronto para saber si los Estados serán capaces de organizar ese nuevo orden mundial tan deseado que hoy yace hecho añicos entre los escombros originados por los bombardeos. En cualquier caso, sea cual sea el resultado, será necesario poner en marcha un plan de estabilización de la zona, pensado sobre todo para el bien de los hombres y no para la ambición de los Estados; un plan que ponga término a injusticias seculares y garantice a todos una seguridad efectiva. Mientras ese momento llega, no deben callar las voces pidiendo el cese de las hostilidades. El mundo no necesita una derrota total de nadie, sino la victoria de la razón y del derecho.

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