Riesgos racistas
LA EMIGRACIÓN y el asilo son dos de las cuestiones más serias ante las que se enfrentan los países de la Comunidad Europea. Las políticas comunitarias verán considerablemente realzada su importancia hasta el 1 de enero de 1993, fecha en la que dejarán de existir las fronteras interiores de los países que la conforman por exigencias del mercado único. En este sentido, la decisión del Gobierno español de fijar las líneas maestras de su política de extranjería en los próximos años debe ser bien acogida. El encauzar un fenómeno sociológico tan complejo ha pasado a ser un objetivo prioritario a corto plazo, y más cuando hay indicios de que la convivencia puede producir efectos indeseables en el ámbito de las políticas nacionales.La tarea de poner en pie una frontera exterior, flexible y segura a la vez, que no desmerezca de la tradición europea de acogida pero que encarrile de acuerdo con las nuevas exigencias solidarias de la Comunidad los flujos migratorios, se ha hecho vital en unos momentos en los que al tradicional éxodo proveniente de África, del sureste asiático y de Latinoamérica, se añade el de los países de Europa central y oriental. El número de personas que llegan de los países del llamado "socialismo real" ha aumentado espectacularmente. Pero esto sólo es el prólogo de lo que puede suceder con la URSS: se calcula que cerca de millón y medio de soviéticos abandonarán el país cada año durante el próximo lustro. Si los Gobiernos no dominan la situación pueden producirse, a medio plazo, explosiones de racismo en sociedades donde las tendencias xenófobas están a flor de piel.
Hasta ahora, la perspectiva dominante en el tratamiento del fenómeno de la emigración ha sido la de seguridad. El llamado Grupo de Trevi -formado por los ministros de Interior de los Doce- ha vuelto a tratar en su última reunión, celebrada en Roma, problemas que exigirían un estudio más amplio que el estricto de su relación con la seguridad. No tiene sentido que cuestiones como la armonización de las políticas nacionales de emigración o el derecho de circulación de las personas se intenten regular bajo este exclusivo prisma. El control de fronteras, la política de visados, la lucha contra el tránsito clandestino o contra la delincuencia son algunos de los aspectos, pero ni los únicos ni los más importantes, de lo que debe ser la política de emigración y asilo. Europa ha de superar la tentación de replegarse sobre sí misma incluso por razones demográficas, pues es evidente que su población envejece a un ritmo inquietante.
La unidireccional obsesión por la seguridad es lo que explica la constante presión sobre España para que exija visados de entrada a los ciudadanos latinoamericanos. Y, precisamente, porque en este caso existen razones de historia y de cultura que trascienden con mucho las de seguridad, España acaba de anunciar que mantendrá su política de exención de visados para estos ciudadanos. Una decisión que no debe inquietar a sus socios de la CE hasta que no se decida si el derecho a circular libremente por su interior va ser exclusivo de los ciudadanos comunitarios o se extenderá también a los de terceros países.
Entretanto, el Gobierno ha decidido seguir más de cerca el fenómeno migratorio en España. Entre otras medidas, se establecerán contingentes anuales de emigración, según la coyuntura de empleo, y se propiciará la integración de los colectivos de emigrantes en la comunidad nacional. Habrá que estar expectante respecto del resultado de las decisiones, pero, de entrada, bueno es que el Gobierno muestre su interés sobre los riesgos de xenofobia y racismo que acechan a la sociedad española.
SI en cualquier terreno siempre es mejor prevenir que curar, mucho más lo es en el de la intolerancia. Las heridas son de difícil cicatrización. La población extranjera en España (unas 600.000 personas) es porcentualmente muy inferior a la de otros países europeos, pero la tendencia es a que aumente en los próximos años y, con ello, las posibilidades de una nueva resurrección del racismo. Tan irresponsable sería una política de puertas abiertas -insolidaria después con el destino de los emigrantes, dejados a su suerte, sin cobijo y sin trabajo- como la de cerrarlas a cal y canto, temerosos de compartir el bienestar, poco o mucho, de que disfrutamos.
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