El Madrid ganó al Maccabí en un partido aburrido e interminable
El común de los rriortales suele adivinar el epicentro de una crisis deportiva en función de una secuencia de malos resultados. Estamos en el aquí-pasa-algo-porque-el-equipo-no-gana. Pero, en ocasiones, las crisis son igualmente detectables en las victorias, cuando se gana malamente. Aplicados arribos supuestos al Real Madrid en sus dos primeras actuaciones durante el torneo de Navidad resulta que encajan a la perfección. El Limoges se lo quitó de encima en la primera jornada con una actuación de trámite, haciendo uso del oficio e imponiendo su superioridad sin necesidad de un gran despliegue. Y, en el día de ayer, el Madrid fue capaz de aburrir ganando; fabricó con el Maccabi un partido interminable.No hace falta encargar una encuesta para vislumbrar que en el Real Madrid actual, los jugadores encuentran muy difícil divertirse jugando. Salvo el ingeuo Roberts, nadie es capaz de esbozar una sonrisa o disfrutar de algún acto espectacular, siquiera en los denominados minutos-basura de un partido. El personal da vueltas por aquí y por allá, atiende a la señalización de los sistemas y espera. Hay mucho jugador en sala de espera en este equipo, que ejercita la ofensiva con una lentitud, rigidez y falta de ideas exasperante. Tanto es así que también se echa faltar que alguien se tome la
justicia por su mano e invoque el recurso al individualismo. Estamos ante un conjunto que se despersonaliza por momentos: como equipo no se sabe bien a qué juega e individualmente es un rosario de inmovilistas. Al aficionado local no le queda más remedio que esperar las espléndias y furibundas reacciones de Stanley Roberts bajo la canasta, aIgún triple de Biriukov y las ya escasísimas incursiones aéreas de Villalobos, para hallar disfrute.
El partido ante el Maccabi fue claro ejemplo de esto último. Casi hora y tres cuartos de partido -15 minutos más de lo normal- y nada que llevarse a la boca a pesar de que el marcador señaló una diferencia de 28 tantos. Dado el cambio de fisonomía que ha operado el Maecabi, el partido de ayer debió presentar otro cariz: diez minutos para su resolución y el resto para ofrecer un poco de correcalles con cierto sentido. Entiéndase por
ello buscar el lucimiento personal, recrearse en alguna suerte y darle comida a los júniores para
que el personal se entretenga con aIgunas caras nuevas. Cuando ayer salió la brigada de júniores (Santos, Aisa, González y Silva) era demasiado tarde para levantar hora y media reglamentaria de sopor.
El Maccabi ha desmejorado mucho de un año a otro y es ahora un equipo muy discreto. De los históricos (Berkowitz y Aroesti entre otros) sólo ha quedado la herencia de Yarrichi, un jugador demasiado limitado a sus virtudes como tirador; de sus otrora sólidas parejas de extranjeros no queda ni rastro porque Royal y Horton no merecen ninguna comparación con MaGee y Barlow; se trata de dos jugadores mediocres cuya aportación práctica es casi nula: no son buenos defensores, no son buenos reboteadores, no son buenos tiradores. Si fueran baratitos, tampoco significarían una ganga; por Bélgica se ven americanos de a 50.000 dólares la pieza capaces de hacer cosas buenas. Horton, por ejemplo, anotó dos tiros libres tras fallar seis y Royal necesitó nueve lanzamientos para transformar dos canastas en el primer tiempo. Con tamaño arsenal es fácil suponer que el Maccabi se va a arrastrar por Europa esta temporada. Su concepción del juego tampoco ha variado: la defensa sigue sin existir, sólo que el ataque es ahora un verdadero problema.
Ante semejante rival, al Madrid se le presentaba ayer el denominado partido fácil de cada torneo de Navidad, el que se gana sin discusion posible, el que se resuelve en un santiamén, el que resulta breve. Quien buscara ver a los madridistas en dificulta es minusvaloraba algo tan importante como la concepción científica del baloncesto, deporte en el que dos más dos suelen sumar cuatro. Pero quien esperase del Real Madrid diversión debe andar también equivocado. El
Madrid empieza a ser fatalmente consecuente en su última y desgraciada etapa y ya no respeta
ninguno de sus hábitos: una tradición de la casa era divertir a la concurrencia en el torneo de Na
vidad, competición familiar y festiva por excelencia.
El partido duró demasiado y se resolvió de la peor forma. Mediada la segunda parte, el Madrid llevaba muchos minutos incapaz de despegar más allá de una renta de 13 a 15 tantos, diferencia de tamaño medio que mantenía ocupados a los titulares repasando la lección, repitiendo un sistema tras otro. En eso que llegó Biriukov, empeñado en meter triples, y acertó con tres consecutivos. Se sintió satisfecho el hombre, pero sus acciones no pasaron de un simple acto de autoafirmación. El público seguía ahí festivo y frustrado. Quizás pueda celebrarlo hoy viendo a Tony Kukoc. Con el Madrid, de momento, no es posible mientras alguien, además de Roberts, esboce alguna sonrisa.
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