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Otra historia, otra utopía

Ante todo lo que está sucediendo en el Este europeo, voces oportunistas han proclamado alborozadas "el fin de la historia" y la muerte de la utopía. Pero ni la historia, ni siquiera desde una óptica eurocéntrica, se acaba ni la utopía ha muerto. A lo sumo, se ha quebrado en la vieja Europa la idea de progreso lineal indefinido y, en un meandro del no tan mito historicista del eterno retorno, volvemos atrás en el libro de la historia hasta un capítulo que se abrió hace dos siglos exactamente: la Revolución Francesa. Una revolución, como todas, traicionada, capitalizada por uno de sus actores sociales, la burguesía, y que dio lugar a la ruptura, un siglo después, del árbol europeo en dos grandes ramas: el Oeste y el Este, hoy en trance de reinserción en el tronco común.No es la primera vez que se habla de finiquitos históricos y utópicos. Sin ir más lejos, hace un cuarto de siglo, un filósofo ya neomarxista o posmarxista avant la lettre, Herbert Marcuse, pregonaba el final de la utopía: traicionada en Oriente y Occidente, podía al fin realizarse. Los medios de producción avanzados en Occidente permitían la posibilidad de alumbrar no una, sino mil utopías libertarias, que tendrían por partera no ya a la clase proletaria, traicionada allí y traidora aquí,sino una seudoclase social entonces rampante: el movimiento hippy y sus comunas rurales, que anunciaba la instauración del bucólico reino de la libertad previsto por Marx para después del de la necesidad.

Aquella tercera vía resultó muerta. Los hippies terminaron encontrando su liberación en la utopía ucrónica de la droga, y con ellos los intelectuales posbeatniks y los estudiantes de Berkeley que formaban el sustrato teórico y de masas.

El final, o mejor, el acta de disfunción, de aquella utopía, que tuvo sus ramificaciones en los campus europeos, se ratificó quasi simultáneamente en París, en mayo de 1968, y en Bolivia, en octubre de 1967, con la muerte del guerrillero heroico que se llevaba a la tumba otra utopía convergente y no pacífica, adaptada a las necesidades menos señoritiles del Tercer Mundo: la guerrilla liberadora.

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También por aquellas fechas, a finales de la década prodigiosa de los años sesenta, se derrumbaba otra utopía, ésta situada en los espíritus gemelos del bloque socialista, con el final, manu militari, de la Primavera de Praga. Aquella utopía abortada dentro de la utopía traicionada consistía en entrever la posibilidad de un socialismo en libertad y con rostro humano.

Desmovilizadas las conciencias de vanguardia a uno y otro lado, hubo quien llegó a hablar del final no sólo de la utopía, pero en el sentido terminal y no inaugural, sino también de la historia. Aplastadas por los tanques, por las porras antidisturbios, por el LSD o por una bala alevosa quedaban las esperanzas de toda una generación intercontinental, y con ellas parecía que ya no quedaba relevo posible para seguir enarbolando la bandera del deber de utopía, ese imperativo kantiano de irse aproximando al dulce sueño utópico, esa tensión dinamizante del avance del hombre y de la historia que, traicionada la idea revolucionaría por los proletariados, domesticado en el Este e integrado en el Oeste, ya no tenía soporte ni de masas ni de minorías intelectuales.

Pero no. La historia, ni siquiera la utopía, no terminó en aquellas postrimerías de los sesenta, en los que algunos veían el final tambien del siglo XX. El siglo XX siguió su curso, y la historia y la utopía siguieron avanzando de la mano, pero movidas por otros resortes dialécticos, geográficos y humanos.

Veinte años después se vuelve a hablar de finales de la historia y de la utopía, tras el fracaso y rendición incondicional del sistema socialista europeo. Como quien dice, que el tribunal de la historia nos ha vuelto a suspender en nuestras asignaturas pendientes, esas marías de la revolución y la utopía, no ya para cuando llegue septiembre, sino en la última convocatoriadesconvocatoria.

Sin embargo, al igual que hace veinte años, y doscientos, y dos mil, la historia sigue su curso lleno de meandros. Lo que pasa es que ya no pasa por el mismo eje, Este-Oeste, sobre el que discurrió durante los últimos 70 años. Ni siquiera, al parecer y de momento, aceleran ya su curso las tensiones dinámicas entre capitalismo y socialismo que se crearon tras la Revolución Francesa, traicionada por la burguesía termidoriana hace dos siglos.

Hoy, los polos contrapuestos de la dialéctica histórica van de Norte a Sur, cruzados por vectores de fuerza (a menudo terrorífica) nacionalistas, religiosos, raciales y todavia neocolonialistas e imperialistas. El resorte utópico, a su vez, aplastado momentáneamente bajo el peso de la desmoralización ante el fracaso estrepitoso del experimento comunista (que en vez de dar paso al reino de la liberad tras el de la necesidad, se quedó en una tiranía de la necesidad sin libertad), volverá a saltar, sin duda, aunque impulsado por otros modelos de referencia teleológica. Porque siempre habrá alguien que se niegue a vivir apoltronado en una sociedad como la occidental, donde impera el deseo sin esperanza, y sigue estando ahí el Tercer Mundo, con su esperanza sin deseo. Y siempre habrá alguien que luche por que haya menos ricos en los países pobres y menos pobres en los países ricos.

Los historiadores y los utopistas tampoco ahora se van a quedar en el paro. Otra cosa es que tengan que revisar sus coordenadas metodológicas o mesiánicas de influencia marxista y conformarse con sistemas de pensamiento más débiles. Pero ésa es otra historia.

Fernando Castelló es periodista.

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