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Tribuna
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Al revés

Al caer la tarde se han juntado varios amigos para tomar copas de vino. Uno, de pronto, levanta su vaso y dice, "El que afirme que aquí no hay un vaso lleno de vino, que dé un paso al frente". Los otros cuatro permanecen estupefactos y perplejos. Se preguntan, quizás, si el amigo del alma ha perdido la cabeza, si ha sido poseído por un duende o si ha sido atacado súbitamente por una inesperada revelación. Al fin y al cabo, ¿quién duda que en el paisaje del bar tiene un lugar evidente esa pieza de cristal y esa líquida divinidad? ¿Quién puede dudar en relación a esa evidencia?Uno de ellos sabe algo de filosofía y de su complicada historia. Pasan por su mente algunos escenarios. Se imagina que hasta el mismísimo obispo Berkeley, ante la frase del amigo, permanecería pasmado, sin moverse de su asiento. Mucho tuvo que sufrir nuestro obispo las pullas de sus contemporáneos. Éstos inventaron el llamado argumento baculino. Éste consiste en arrebatar el báculo al señor obispo y propinarle un buen golpe en la cabeza: "¡A ver si nuestro obispo sigue afirmando que no existe realidad exterior a la mente!".

El buen obispo podía, desde luego, esquivar tan doloroso argumento, pues jamás dudó un ápice en relación a la contundencia de lo que tenía enfrente. Claro que hay aquí delante un vaso de vino (podría haber argumentado). Lo único que el obispo hizo fue interpretar esa frase en la que ni él ni nadie es capaz de dudar. Por supuesto, hay vaso y también hay vino. Pero lo que hay, todo lo que hay, existe (para el señor obispo) sólo y en la medida en que es percibido.

El problema, pues, no está en afirmar o negar que aquí haya un vaso de vino ni de que esa evidencia forma parte del paisaje de nuestro mundo. El problema empieza cuando se trata de interpretar esa evidencia. Aquí sí que comienzan las discrepancias. Aquí si se abren concepciones, creencias, opiniones estimativas, valores, teorías y hasta mundos radicalmente distintos e incluso opuestos.

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Desde que el hombre es hombre se ha dedicado, entre otras cosas, a producir intercambios. ¿Hará falta recordar la célebre teoría de Levis-Strauss relativa a la casi universal prohibición del incesto en las sociedades humanas, entendida como la cara negativa de la universal tendencia humana a la exogamia? Exogamia significa intercambio, comunicación, comercio. Se habla con propiedad del comercio sexual (éste constituye, al decir de ese gran crucigramista que es Fortuny, "el más antiguo de todos los ayuntamientos"). El hombre, desde que es hombre, mercadea, se pelea, lucha, comercia y pacta. Pacta con los vivos y con los muertos, después de relacionarse con ellos de forma amigable u hostil. Pacta y mercadea con los dioses en esa forma de intercambio que es la magia ritual y el sacrificio. Recuérdese el célebre pacto de Prometeo: en relación a la comida cocida, el humo se dará a los dioses, mientras que los hombres podrán ingerir el alimento.

Si alguien nos dice de forma enfática: "Quien de ustedes niegue la evidencia de que el mercado forma parte de nuestro paisaje, que dé un paso al frente", obviamente nadie en sus cabales se levantará de su silla. Nadie, que yo sepa, dará ese paso al frente. Nadie que no sea caso clínico o redomado esquizofrénico. Pues sólo desde el autismo absoluto puede negarse esta evidencia: la evidencia de que haya aquí un vaso de vino o de que el mercado forma parte de todo paisaje humano.

Marx caricaturizaba la propensión a las "robinsonadas" de la economía política liberal. He aquí nuestro Robinson, decía, convertido en un gentleman inglés, con su isla, su libreta de contabilidad, la conversión de sus excedentes en posibles mercancías, su esperado Viernes, con quien traficar un poco de palabra y con objetos.

Marx sabía muy bien, demasiado bien, que mercancía no es lo mismo que dinero y que dinero no es lo mismo que capital. Y que éste, el capital, sobredetermina el mercado al concentrarse (hoy diríamos: hasta convertirse tendencialmente en concentración multinacional). Hasta el punto de que justamente ese concentrado de capital acaba matando la gallina de los huevos de oro y estrangulando el mercado.

El problema no es si hay o no hay, como evidencia, el mercado. El problema es saber cómo se manifiesta esa tendencia humana a intercambiar. El problema, como siempre, está en la forma. ¿Qué forma de mercado constituye nuestro paisaje histórico? Y si esa forma es la forma capitalista, esa forma según la cual queda el mercado determinado, dirigido y posibilitado por el capital que se concentra en forma multinacional, es justamente en relación a esa forma donde seguramente comenzarán las discrepancias. El mercado es pura evidencia antropológica, si se quiere. El capitalismo y su concentración en grandes empresas multinacionales posee sólo una evidencia histórica. Forma parte, desde luego, de nuestro paisaje moderno y contemporáneo, para nuestro bien o para nuestro infortunio (aquí, justamente aquí, estallarán las discrepancias).

Entiendo que para algunos ese paisaje es conmovedoramente dulce. Y entiendo también que cualquier duda en relación a la bondad intrínseca de ese paisaje, tanto más cualquier desconfianza y prevención "crítica", o cualquier asomo de juicio pesimista en relación a él, parezca un modo de querer dar la nota como aguafiestas. Lo que sucede es que la fiesta se aguó hace ya bastante tiempo. En África, en América Latina, en las avenidas A, B, C de Nueva York, en el Bronx, en el Barrio Chino de Barcelona, en tantísimas bolsas de miseria perceptibles en Madrid., en Ciudad de México, en Moscú, en Lima, en Berlín o en París, ese paisaje no es festivo. Frente a tanto cosmopolitismo de la abundancia hay que decir que, hoy por hoy, no existe un mundo. Hay por lo menos dos mundos. Hay riqueza y hay miseria: eso sí que es pura evidencia.

Sucede, además, que esos mundos tienen invertidos sus peculiares calendarios. Se da la particularidad de que lo que en uno de esos mundos son días festivos en el otro son días nefastos. Y viceversa. Lo ferial, lo festivo, los fasta y los nefasta se distribuyen al revés. Hay mundo (gran evidencia). Pero hay también mundo al revés. Y el registro y contabilidad de las penas y los goces se produce, tambien, en el hombre que habita esos dos mundos de forma trágicamente invertida. No hay Mundo, tampoco hay Hombre. Menos aún eso que algunos llaman "lo humano". Hay, desde luego, el hombrecillo (cosmopolita) que habita el mundo de la abundancia. Y hay también su trágico doble siniestro, su muñón, su deformación, su despojo antropológico, su maldición, su versión chándala, su paria.

Eugenio Trias es catedrático de Estética de la Universidad Politécnica de Barcelona.

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