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La democracia educativa

Francia ha experimentado con regularidad movimientos estudiantiles desde hace más de 20 años. En el 68, los comités de acción estudiantil, izquierdistas o comunistas, constituyeron uno de los principales componentes del movimiento de mayo; el gran levantamiento contra el proyecto de selección universitaria en 1986 fue promovido tanto por estudiantes de segunda enseñanza como por universitarios. Mientras tanto, diversas oleadas de revueltas habían sublevado este medio en contra de los proyectos gubernamentales, que a veces resultaban muy limitados. Por tanto, se ha intentado de antemano buscar en este hecho, bastante excepcional en Europa, una explicación propiamente francesa, y es el centralismo administrativo lo que se ha encausado, o, más concretamente, la alianza, tan fuerte en Francia, entre la burocracia y el corporativismo, de la Administración central y de los sindicatos de la enseñanza, alianza que explica concretamente que los importantes créditos consagrados por el actual Gobierno a la enseñanza hayan sido utilizados para la mejora de los salarios de los profesores, y no para mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los alumnos. Pero esta interpretación no es muy satisfactoria. Explica la inercia del sistema, la lentitud y la torpeza de las reacciones del poder, pero no la intensidad y las dimensiones de la movilización de los estudiantes. Por otra parte, no es la torpeza administrativa, sino más bien el carácter de la respuesta política al movimiento lo que explica la naturaleza diferenciada de los movimientos de 1986 y 1990. En 1986, la policía abatió a porrazos a un joven de origen argelino, con lo que el movimiento se radicalizó; en 1990, el ministro Jospin dio muchas facilidades y negoció con rapidez, a pesar de las maniobras llevadas a cabo tanto por los miembros de diferentes tendencias de su propio partido como por el mismo presidente de la República, que lanzaron en contra suya a los líderes estudiantiles.Todo ello nos hace adoptar un juicio completamente opuesto. No es el estado de la enseñanza y de su gestión lo que explicaría un movimiento que tradujese en sentido contrario el malestar de una sociedad desorientada y en la que aparecen focos de corrupción. Edgar Morin, en Le Monde, ha propuesto esta interpretación con su talento habitual. No obstante, no resulta admisible, dado que las palabras y los hechos de los interesados la desmienten inequívocamente. Este movimiento no ha supuesto un desafío a la sociedad, ni siquiera ha expresado la idea general, ni se ha rodeado de un halo de creación cultural como el de 1968; la imaginación no ha tomado el poder. Las reivindicaciones se centraban, ante todo, en el equipamiento material y la seguridad de los colegios de segunda enseñanza, y una vez que el Gobierno concedió la importante suma de 4.500 millones de francos (lo cual, si se añade a las medidas adoptadas unos días después, alcanza los 100.000 millones de pesetas), el movimiento ha aminorado su ímpetu y se ha desorganizado, dado que no llevaba consigo un sentimiento general de rechazo de la sociedad. Por otra parte, los miembros de las coordinadoras a los que he conocido personalmente sólo hablaban en términos políticos, e incluso gestionarlos. Ello no quiere decir que el movimiento no haya ido más allá de las exigencias presupuestarias, lo cual no es cierto, pero demuestra que este Movimiento no es una brecha abierta en el orden social, para decirlo con las palabras del título de una obra escrita en 1968 por Morin, Lefort y Castoriadis.

La verdad se encuentra entre ambos extremos. Podría hablarse de un movimiento de jóvenes ciudadanos, dándole al término un sentido más inglés que francés, en el sentido en el que tanto los sindicalistas como los socialistas ingleses han hablado desde comienzos de siglo de la democracia industrial. Los estudiantes se han levantado en nombre de la democracia educativa.

Millones de ellos han sido dirigidos hacia la enseñanza secundarla y superior, necesaria en una sociedad cuyo nivel de cualificación se eleve, y que sigue siendo demasiado bajo. Pero en este gran movimiento hacia la educación, comparable a lo que supusieron en el siglo pasado la industrialización y la urbanización, muchos son los llamados y pocos los elegidos, puesto que al mismo tiempo que aumenta la escolarización también aumenta el desempleo juvenil en una economía que recupera su retraso recurriendo a tecnologías que economizan la mano de obra y mediante la reconstitución de los beneficios empresariales.

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No han sido los alumnos de los grandes liceos parisienses, que de hecho son universidades de primer ciclo de alto nivel escolar y social, sino los de los nuevos liceos de las afueras, a menudo mestizos y negros, cuyos padres no han superado la escuela primaria, quienes han dado su fuerza al movimiento, puesto que estos jóvenes, que se introducen en los grandes ciclos de escolarización, garantes de un buen empleo, se hallan todavía demasiado cerca de la caída social. Y esto lo dicen muy claramente, reclamando su seguridad. No se ven aquí amenazados por unas lejanas bandas de delincuentes, sino por sus vecinos, sus amigos, que han abandonado la formación profesional, o que han sido excluidos, y por una parte de ellos mismos, tan pequeña es la barrera que separa en estos suburbios el ascenso y la caída social. Al defender concretamente unos intereses concretos, también defienden la democracia, luchan contra una educación a dos velocidades, dado que saben el riesgo que corren de ser enviados a una vía muerta, en lugar de subirse al TAV que les habría de conducir a las grandes facultades y a las funciones más elevadas. Y su movimiento debería también conducir a abatir las barreras existentes en Francia, a eliminar la inferioridad de la formación profesional en relación con la enseñanza general, resto de una sociedad preindustrial, más burguesa y funcionaria que técnica y profesional.

Por último, es aquí donde los problemas culturales recuperan su importancia, el movimiento estudiantil somete a juicio a la sociedad estudiantil, las relaciones entre profesores, administradores y alumnos. Todavía es preciso definir de manera justa y no caricaturesca el estado de esta sociedad. Desde hace 20 años, o a veces menos, ha dejado de ser autoritaria. Sus normas disciplinarias se han debilitado en demasía, y en la actualidad los alumnos tienen un gran cariño a su cole, que ya no se siente como una fábrica ni una prisión. Los profesores han perdido el control del liceo, y se han refugiado en la enseñanza, pero, por otro lado, no se ha establecido una comunicación entre docentes y discentes. Por el contrario, los profesores defienden su disciplina, sus asignaturas; los administradores se ponen al abrigo de los reglamentos; los alumnos se encierran en las preocupaciones por el porvenir profesional y en la cultura de la juventud, pero entre estas categorías no se producen intercambios, reflexión común ni negociación. La escuela, en el sentido más estricto, ya no existe, y ya no es una sociedad.

Ahora bien, ¿no han dejado de ser en la actualidad la fábrica o el banco el centro de nuestra vida social, para ceder su puesto al colegio, al hospital, a la televisión, lugares en los que se crean los modelos culturales y de personalidad propios de una sociedad que produce y difunde información masiva, y, por tanto, las normas de conducta? Es fácil defender la democracia cuando ésta se halla bien arraigada y donde duerme dulcemente sin sentirse amenazada, es decir, la vida parlamentaria. No resulta difícil defender las negociaciones colectivas firmadas entre empresarios y sindicatos, que han terminado por encontrar interés en las negociaciones y en la gerencia conjunta. Por el contrario, ¿dónde se encuentra la democracia en el colegio, en el hospital, en la televisión? Hemos conocido en diversos países durante los últimos años movimientos de enfermeros que también hablaban en nombre de los enfermos, lo cual constituye un primer paso, limitado e indirecto, hacia la democratización del hospital; en todas partes se debate acerca de la televisión, que implica el riesgo de imponer una visión espectacular, es decir, mercantil, de la realidad social. Y he aquí que los estudiantes franceses exigen en este momento el derecho a manifestarse, abriendo las puertas a la democratización escolar. Es menos romántico que el malestar causado en una sociedad sin horizontes lejanos, pero es mucho más importante, puesto que es el comienzo de un nuevo capítulo de la historia militante de la democracia.

Traducción: Esther Rincón.

Alain Touraine es director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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