El resto del bombardeo
Fija la cita en un lugar inexistente de Madrid. Pero él insiste en quedar en la glorieta de Argüelles, y allí está puntual, erguido y elegante, trajeado como siempre con su eterna pajarita, en lo que hoy es un cruce ahumado por el dióxido de carbono. Las bombas y las excavadoras han desfigurado su primer escenario vital, del que quedan pocos vestigios. Pero el barrio de su niñez y su adolescencia aún conserva un paseo de Rosales que recuperó el arbolado después de la guerra y los nombres de personajes progresistas, de los que Caro se siente profundamente orgulloso.Hace muchos años que la estatua del político liberal Agustín Argüelles fue trasladada al parque del Oeste y dejó de ocupar el centro de una glorieta que llevaba el nombre de lo que hoy es un moderno y polucionado barrio de Madrid especialmente transitado por estudiantes y automovilistas que fijaron su residencia en los márgenes de la autopista de La Coruña. La glorieta es ahora el árido cruce de Princesa con Marqués de Urquijo, la calle, esta última, que hace 76 años vio nacer a Julio Caro Baroja, soltero, antropólogo y académico.
Busca Caro una cafetería donde refugiarse de los bocinazos y el humo, y donde tomar, a las once de la mañana, un buen cubalibre de ron mientras desgrana sus recuerdos. "En este barrio se podían oír los grillos, se olían las cosas que hacían en las panaderías y se veían pasar las carretas de bueyes con retama. Era una época previa a la mecarilzación y se hacía vida en la calle, porque las calles no eran entonces lugares para que los coches le atropellen a uno".
Por aquellas calles de un Argüelles de principios de siglo se topaba el niño Julio con Ramón del Valle-Inclán, o con Pablo Iglesias, al que recuerda vestido con capa y gorra de visera, o con Benito Pérez Galdós, ya muy envejecido y ciego, que paseaba con la ayuda de un criado. Cuando contaba sólo cuatro años, Caro Baroja se trasladó a la calle de Juan Alvarez de Mendizábal. Allí tenían su casa todos los Baroja. En el piso bajo vivía el tío Ricardo, el pintor; en el primero, los Caro, y en el segundo, Pío Baroja y su madre.
El Argüelles de Caro era un barrio liberal -en contraposición al de Salamanca, construido por los moderados- de casas bajas con jardín. Así era la vivienda de los Baroja, pared con pared con el negocio familiar, una imprenta y una editorial que, unida a las actividades artísticas de sus tíos, atraía a la casa a gente como Valle-Inclán, Azaña o Azorín. Caro tocó entonces la historia con sus manos. Tenía 17 años cuando un día de 1931 sus profesores, declarados republicanos, dieron a sus alumnos el día libre. Y Caro y sus compañeros corrieron a unirse a la fiesta de la Puerta del Sol. "Vi cómo tiraban la estatua de Isabel II (qué culpa tendría ella) y cómo quisieron tumbar la estatua de María Cristina. Le pusieron unos alambres al cuello y no pudieron derribarla. Durante mucho tiempo se quedó con los alambres como si fuera una corbata de hierro".
Con el verano de 1936 llegó la ruina del barrio y consecuentemente también la de los Baroja. Las bombas, cuyo objetivo era el cercano cuartel de la Montaña, sembraron la desolación en Argüelles. Fue el primer bombardeo que sufrió Madrid durante la cruente guerra civil. La casa de los Baroja, como tantas otras, quedó arruinada. Desapareció la imprenta y la editorial, y con ellas se perdió la fuente de financiación familiar. "Tuvimos que vender el solar malamente porque no teníamos una perra", dice el antropólogo, "y mi padre, al que le había pillado la guerra aquí, quedó malherido, y la pérdida de todas sus cosas le produjo una gran tristeza y desfallecimiento. Sobrevivió unos años, pero vivió hecho una ruina".
De la muerte de su padre extrajo posteriormente una dura lección. Porque al fallecer cuando el apellido Baroja aún no tenía un reconocido prestigio, el padre de Julio Caro fue enterrado casi en la solitaria compañía de su familia. "Desde entonces pienso que los verdaderos amigos son muy pocos".
Madrileño del 14
Son los rescoldos de los años difíciles. Después de la guerra, la familia de Caro Baroja deambuló por otros barrios de Madrid hasta que se asentó frente al Retiro. Argüelles pasó a ser parte de una historia pasada. Ya no reconoce el barrio; tampoco reconoce este Madrid que, dice, ningún alcalde puede controlar. "Cuando me dicen: 'Pero usted es madrileño, ¿no?'. Digo: 'Bueno, sí, pero madrileño del 14". Los espacios verdes, asevera, no dan dinero, y esa es la causa del crecimiento destructivo y alocado de su ciudad natal. Poco dado a la nostalgia ñoña, no frecuenta esta zona, excepción hecha del paseo de Rosales, que se ha mantenido entero.No tiene coche y utiliza el metro con asiduidad, aunque, hombre metódico, sale siempre de casa con el tiempo suficiente como para poder evitar trasbordos y hacer a pié el último trecho.
Vive desde hace más de 20 años en la calle Alfonso XII, frente al Retiro, pero hoy ha regresado al barrio de su infancia. Camina hacia su querida calle de Juan Álvarez Mendizábal, otro ministro liberal de mediados del siglo XIX, entre los restos del bombardeo, o sea, una iglesia del Buen Suceso que es un mamotreto de hormigón, un moderno centro comercial, un túnel para el paso rápido de vehículos o un gran almacén. Y allí, en medio del ambiente enrarecido por el progreso, una ancianísima y diminuta mujer se lanza con reverencia a estrecharle la mano.
-¡Don Julio! ¡Don Julio! No se acordará de mí. ¡Soy Petra!
-Petra.
-Sí, Petra, la hija de la carbonera. ¿Se acuerda? Yo le he visto nacer a usted.
-Sí, me acuerdo, sí.
-Me han tirado la casa, hace 14 años que la tiraron. Ahora vivo en Martín de los Heros.
-Bueno, bueno.
Y la pequeña mujer se aleja aún emocionada de un encuentro tan vívido en un barrio en el que todo lo de antaño parecía estar muerto. Un barrio que Caro no dudó un segundo en seguir eligiendo como su lugar favorito.
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