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La ilusión de Lisboa

Juan Cruz

Al atardecer Lisboa tiene el mar y Madrid sólo abriga la ilusión de poseerlo al final lejanísimo del horizonte que se ve desde el Campo del Moro. En las aceras empinadas de Lisboa unos chicos clavan adoquines perfectos sobre camadas de arena blanda. En Madrid hay un grupo de chicas que se han escapado de clase y ensucian su uniforme sentándose en lo que ayer fue alquitrán puro. Las tiendas de plata del Chiado se recuperan del susto del incendio y en Madrid cunde la alarma porque se ha prendido fuego un infiernillo viejo en la calle de San Hermenegildo.Unos negros vuelven del trabajo en Lisboa y cruzan el puente de Setúbal con la parsimonia del que no tiene que regresar hasta el día siguiente. En Madrid unos de igual color se sitúan delante del objetivo y se preguntan por qué les miran tanto y les dan tan poco. Desde Lisboa se llega en seguida a los barrios de los gatunos y los taxistas los señalan como los cubículos de los ladrones: no se acerque usted por allí. En Madrid hacen indicaciones similares en todas las calles y no se sabe muy bien dónde tiene la ciudad de los gatos a sus propios gatunos.

En Lisboa el puente que une los dos lados de la ciudad se ofrece como el mejor paseo y en Madrid los puentes se tienden sobre las bolsas de lo indecible. Las castañas de Lisboa se tuestan en cada esquina y la ciudad aparece al atardecer dominada por un tono grisáceo que se va evaporando hacia las puertas del metro y que le da esta ciudad melancólica el tono de una nube que naciera en Nueva York. Madrid no puede vivir una ilusión similar porque en esta ciudad el humo dura poco tiempo.

La autopista del norte

En Lisboa la gente camina por las calles como si no hubiera tráfico y de vez en cuando un tranvía avisa de que aquél es un lugar como los otros. En Madrid la Gran Vía es la autopista del norte y de vez en cuando aparece una mano sobresaltada que da un giro al volante y evita lanzarte al otro mundo en un paso de peatones. En Lisboa la gente cruza saludándose con la mano en la cabeza y se cede el paso en los ascensores que están abiertos en la calle. En Madrid esta tarde hemos estado tres cuartos de hora para cruzar la calle de la Plata, que está por Hortaleza, y la misma calle de Lisboa se deja pasear a pie como si fuera un escaparate.

En Lisboa no se sabe bien cuántos viven de pronto, dicen, aquí hay dos millones de personas, y de pronto no hay nadie. En Madrid pasa lo mismo, pero mucho más: hay cuatro millones que se van dejando atrás, en el usufructo reiterado de los puentes, un ruido indecible, como si fuera verano. En Lisboa, en los hoteles, son ceremoniosos y en Madrid también. Los lisboetas almuerzan cuando los madrileños empiezan a dejar en el suelo las gambas de los aperitivos y cenan cuando aquí acabamos de salir a ver los escaparates de Hortaleza. En Madrid tienen una hora más que en Lisboa y eso se nota en seguida que se mira al cielo.

Esa hora lisboeta se aprecia como la esencia a la hora del té en la cafetería de las monjas vicentinas cercana a la sede imponente del partido socialista: sirven pastas inglesas y un silencio sepulcral tras el que a veces parece verse la historia de este país educado. En Madrid, al mismo tiempo, se recogen los restos del ruido del almuerzo y se prepara el bar para recibir a los noctámbulos.

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Madrid ha sido el escenario de muchas películas, pero una sola canción de su nombre la ha dejado en la memoria como síntoma literario. Lisboa era hasta hace algún tiempo la ciudad blanca de Tanner, el cineasta suizo, pero ha olvidado pronto esa metáfora y desde hace algún tiempo es para los que la visitan desde este lado la ciudad del invierno. El invierno en Lisboa de Muñoz Molina. Madrid es en Lisboa la nostalgia española, el punto de referencia, el lado de allá. ¿Y qué hubiera pasado si la capital de la península fuera una sola y tuviera mar? Los lisboetas se sonríen entre ellos cuando los españoles hacen esa reflexión melancólica, y siguen hablando de Madrid como la ciudad de su propia ilusión, el lugar de su invierno y el alimento de un viaje que ahora parece de ida y vuelta y que durante años fue como el viaje al otro lado de la luna.

De madrugada, en Lisboa, hay un parque solitario desde el que vienen hojas húmedas. En Madrid, las mismas hojas secas del otoño se estrellan primero contra el asfalto y luego dan en plena cara al transeúnte.

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