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La Gran Soledad

Estamos cada día más solos y no nos damos cuenta, ensordecidos por la vocinglería del mundanal ruido. La Gran Soledad se avecina. Hasta ahora vivíamos contentos en nuestras soledades microscópicas. Además, la familia nuclear nos amparaba solícitamente bajo el imperio de la voluntad paterna o materna, contradicción, como señala Sartre en El idiota de la familia, que exige una alienación rigurosa del individuo al grupo familiar, instrumento colectivo y a la vez norma solidaria que se imponía como coacción exterior, ofreciendo a sus hijos una cálida protección contra el insolidario atomismo social y psicológico del liberalismo. Asombra que la familia subsista como unidad vinculante en el seno de una sociedad desintegrada en soledades individuales. De otra parte, la amistad, que unía por simpatía recíproca, hacía más soportable y liviana la soledad. Y el amor era una conjunción de dos soledades que convivían armoniosamente separadas por fronteras invisibles.Es un hecho que en el obligado transporte urbano, metro y autobús, nos vemos diariamente sin intercambiar una sola palabra. Muchos sociólogos han denunciado este progresivo dominio de la visión a costa de la audición. Sin embargo, podíamos entendemos, pues mirándonos atenta y silenciosamente sentiríamos por empatía lo que otros pensaban. Sí, hasta ahora, hemos vivido pequeñas soledades gozosas, monólogos enriquece dores. El paseante solitario que describe Walter Benjamin podía recorrer las calles de la gran ciudad disfrutando de la variedad, el encanto mirífico de los escaparates y constituía el ocio gozador del individuo solitario, protegido por la cálida muchedumbre que le rodeaba: "Baudelaire amaba la soledad, pero la quería en la multitud". Es también cierto que el aislamiento insensible de los hombres encerrados en sus intereses privados creaba solitarios. Pero este amor propio del egoísta racional no separa totalmente de los demás: "El hombre, por su propio interés, debe amar a los otros hombres porque son necesarios para su bienestar" (Holbach). Los materialistas franceses e ingleses han insistido siempre en la utilidad común de los intereses privados por encima de los abstractos y universales. Así pudo afirmar José Bergamín: "Los solitarios son los verdaderos solidarios".

La soledad se ha demostrado necesaria para el desarrollo libre del pensamiento. En Disputaciones metafísicas aconsejaba Suárez "recogerse en sí, convertirse en solitario para evitar la distracción en los objetos concretos, pues en este caso no se podría pensar". El científico, el filósofo, el artista y hasta el artesano y el obrero, necesitaban la concentración ardiente, el ascético aislamiento para cumplir bien su trabajo. Esta soledad sumerge en la propia intimidad, haciendo al hombre más sutil, delicado, profundo. Por ello podemos comprender que los románticos alemanes amasen la soledad, pues acrecentaba la reflexión en la dura tarea poética de hacerse cada vez más consciente. TroxIer, en Metafísica, invitaba a que le acompañásemos en el viaje al centro del ser, el Gemut, que es el sentirse. La soledad reveló a los románticos un sentimiento fundamental: el dolor cósmico, o sea, saberse finito en el mar de la totalidad. De aquí nació el sueño cósmico, ansia dolorosa de viajar por los espacios infinitos en búsqueda de otros mundos posibles que contraponer a la soledad finita.

Nada hay más peligroso para el hombre que la dispersión de sus actividades, el entretenimiento vacío, la comunicación inocua, pues en todo esto se banaliza y disuelve el yo cotidiano. Por ello, la tan denostada soledad fue necesaria para realizar proyectos y fines más positivos. "Ser plenamente es ser en sí, y para sí" (Hegel), lo que exige una soledad completa, una clausura interior duradera. Así se reveló la soledad como una etapa necesaria en la travesía de la vida, y para el descubrimiento del yo y el continente íntimo.

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Hay países, como los nórdicos y germánicos, inclinados a vivir retirados en sus casas perfectas, ajenos a las dichas o desdichas de los otros, y pueblos como los latinos, que viven en las calles, gozando el bullicio, las exaltaciones colectivas y para cuyas gentes sentirse solos les estremece de pavor. Claro está que si la soledad ensimisma creativamente, también entristecía, agobiaba, y la compañía solidaria que enternecía y humaniza, dispersaba al hombre en contradictorias corrientes anímicas.

La situación actual se define porque nunca ha resultado tan agobiador e insoportable estar solos. La desesperación nace del temor a esa Gran Soledad que sentimos próxima. Es una pesadumbre que se afinca como una desdicha permanente y aciaga. Como hemos visto, en otros tiempos la soledad nos ayudaba a ser y hasta atraía. ¿A qué se debe, pues, que la soledad hoy sea una desesperación insufrible? A la tendencia divisionista inmanente de la sociedad contemporánea, a la atomización de los individuos tan extrema que hace insoportable este permanecer juntos sin sentirse ni comprenderse. Asimismo, el amor, que era fusión o identificación profunda con el otro, por negación de cada uno, se ha convertido en efímero abrazo de un misterio deslumbrante, es decir, un arte de seducción por el que todos los amantes son objetos seducidos. La amistad ya no es apertura a la confidencia recíproca que borraba la soledad, sino una relación externa, episódica, ocasional. Y se constata insensiblemente el olvido de muchos amigos, que perdemos sin saber por qué causa, disolviéndose su presencia en el aire de la nada. Tampoco son ya posibles las creativas tertulias de otros tiempos, debido a la diversa lejanía de espacios urbanos que dificultan los encuentros.

Es indudable que nuestro tiempo está determinado por su carácter atomístico y el reino de lo múltiple es el fondo de toda la realidad que vivimos. El nihilismo o destrucción de la ligazón tradicional que unía a los hombres está originando la Gran Soledad que desconcierta y atormenta. La ruptura de la religación humana ha dado como resultado un desligarse recíproco, una indiferencia generalizada. El Uno múltiple se ha desvanecido.

La Gran Soledad que amenaza de muerte por empeñarnos en ser solamente yo, sabemos que no es definitiva. En el horizonte ya se barruntan señales que indican una proximidad unitaria de los hombres, mediante la creación estable del Nos que, afirma Juan David García Bacca, "es sociedad, y sus miembros, aparte de ser cada uno, son uno, éste, ése, yo, tú, él".

Carlos Garméndez es ensayista, autor de La crítica de la pasión pura.

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