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Los decorados de la derrota

Uno de los fenómenos más característicos del siglo que concluye ha sido, sin duda, la confusión o alteración de valores y la rapidez para aceptar, consagrar y deglutir las categorías que estos valores estratificaban, en aras de la razón insatisfecha y del progreso acelerado. Ideologías, sentimientos, poderes políticos, perfiles personales, teorías y proyectos concluyen en la turbina inmoladora del culto moderno a la destrucción.Los espacios de la ciudad que construimos reflejan, con mayor nitidez si cabe, esta anatomía de la destrucción moderna, generando los fenómenos, algunos ya consolidados, de estratificación, segregación y des personalización que caracteriza a la metrópoli de hoy. Pero tan significativo acontecer urbano pretende ser anulado por la revelación de una aparente nueva arquitectura de carácter ilusorio, que trata de sepultar el vacío social, el agotamiento de la política sobre la ciudad y la esterilidad creadora que subyacen detrás o alrededor de tan espectaculares edificios, es decir, de la ciudad misma.

Como no podía ser de otra forma, el predominio que ejerce el proceso perceptivo sobre la cultura de nuestros días también ha invadido el proyecto de la arquitectura. Mirar es parecer, como anunciar es existir; de manera que no es de extrañar que los arquitectos, que desde el Renacimiento sólo atisban a percibir la realidad del espacio desde la perspectiva, traten de agruparse en clanes, familias y conjuntos de operadores culturales para ocupar la ciudad, despojada de los primitivos planificadores. El rango que le asigna el nuevo poder mercantil es el de sustituir la sociología formalista por la estética del simulacro, rango que en el contexto de esta moral decadente que vivimos, la construcción de los espacios de la ciudad, amparados en el valor propagandístico de la nueva creación arquitectónica, resultará más eficaz.

Por eso no debe resultar extraño que los lápices de oro, precisa expresión para designar al arquitecto estrella, se asomen a las páginas de los medios de información con la misma asidua comparecencia que aquellos grupos sociales que viven del usufructo de sus propias miserias. Una gran parte de las manifestaciones formales y espaciales de la arquitectura de este fin de siglo tienen su origen en los postulados de un pensamiento de características sincréticas que le impide el desarrollo de la fantasía, de ahí su retorno a la estética de la mimésis. Sus edificios están dominados por los efectos de la representación, pero no como forma de saber, pues la representación contrastada por el modelo visual es una forma de saber, sino como ilusionismo, gratuidad de la forma, estética flash o como elogio del maquillaje.

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La ciudad de los lápices de oro, la ciudad de la penúltima modernidad, nos reclaman desde los reportajes del tecnicolor ilustrado que debe ser "salvada por los arquitectos", una vez que la ciencia urbana no ha hecho otra cosa que institucionalizar la segregación social, la violencia ambiental y ciudadana y la degradación progresiva de los servicios públicos y ha invadido su territorio con una monotonía espacial insoportable. Tal vez por el amparo de los potentes medios de comunicación modernos, estos nuevos calígrafos urbanos puedan erigirse en sus pedestales por correspondencia como pontífices máximos o intermediarios eficaces y puedan mostrar sin pudor fachadas alucinadoras de infinitas pantallas ópticas, dispuestas a percibir el discurrir de las nubes parisienses; catedrales para el poder mercantil donde ,se hagan patentes los desmesurados costes de una emblemática tecnológica sobre una de las metrópolis más desgarradas de Asia, o satisfechos se fotografíen junto a los cubos y esferas de analemas, donde creció la miseria mas rápida que la tala da selva brasileña.

Pero no conviene olvidar que el espacio de la ciudad moderna se produce ligado a los efectos de una economía que legitima la irracionalidad del crecimiento metropolitano contemporáneo, y la respuesta no parece que pueda llegar por aplicar tendencias formales o recapitular espacios vernaculares, sino por una concepción filosófico-antropológica en oposición a los paradigmas economicistas que operan y controlan el espacio de la ciudad. La ciudad herramienta de principios de siglo, donde predominaban los valores funcionales, ha sido sustituida por la ciudad espectáculo, donde adquiere prioridad la imagen, el sucedáneo espacial o la evasión alegórica. En la ciudad neoliberal, las formas que preconizan estos arquitectos tanto por lo que se refiere a los ámbitos de trabajo como a los lugares de ocio, responden a formalidades abatidas y conclusas, respuestas de una arquitectura sin utopía-poética donde intentan sobrevivir una parte privilegiada de las sociedades denominadas avanzadas.

La cultura occidental, en la que se inscriben parte de los supuestos ideológicos de esta espacialidad onírica, se ha debatido durante todo el siglo que concluye entre la esperanza redentora de una utopía social, hoy en retirada, y la enajenación de una utopía maléfica (sociedad de consumo), que construye con entusiasmo enaltecido los decorados de la derrota. Pero el proyecto de la ciudad y de la vida en el entorno de esta cultura no ha podido excluir y apenas mitigar el pesimismo -tónica, por otra parte, que caracteriza la filosofia del siglo XX-, pesimismo ante la impotencia para desterrar la injusticia en el espacio habitado. Vivimos los espacios de unas ciudades producto de unos proyectos de tiempos nublados, y ante la despiadada realidad de la otra arquitectura que habitamos y sufrimos sólo queda la lucidez de la inteligencia o la evasión del sueño. Al parecer se ha optado por unas representaciones ilusorias y por sumir en dilatados sueños tanto a sus protagonistas como a sus creadores. ¿Qué alternativa de ciudad nos espera en la incipiente civilización tecnocientífica ante semejante esclerosis creativa?

A. Fernández-Alba es arquitecto.

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