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Pearl Harbour

El día que los neurólogos acaben poniendo puertas transparentes a los tabiques del cerebro humano sabremos por fin la bioquímica de la solidaridad. Ahora eso de la solidaridad ya no se lleva mucho, sobre todo cuando nos la piden hechos demasiado próximos e incómodos. Pero de vez en cuando la neurona de la solidaridad se dispara, y nuestra indignación justiciera se proyecta hacia lugares lejanos. Para esa combustión de los sentimientos siempre hace falta un mensaje catalizador, esa estampa de la tragedia que necesita palabras y actos que humanicen lo inhumano. Generalmente se trata de una fotografía: la niña vietnamita con los pies en llamas de Danang, la muerte acartonada del hambre en el Sahel, la mujer enlutada ante Riaño son el detonante de una conciencia de que el mundo no es redondo, sino que tiene aristas afiladas que nos hieren el conocimiento.En esa guerra de posiciones que hace meses enfrenta a Sadam con el mundo no existía, curiosamente, ninguna foto a la que agarrarnos. Para repartir nuestras solidaridades en el campo correcto necesitábamos tal vez la imagen de una escuela iraquí arrasada por el napalm yanqui o una fosa común de kuwaitíes masacrados por los invasores. Pero hace tiempo que Oriente Próximo es frágil como una cristalería, y los movimientos eran hasta anteayer cautelosos y discretos. De pronto llega la foto de un par de docenas de palestinos caídos por las balas israelíes, y la solidaridad, que no entiende de las causas, sino de los efectos, se inclina contra las armas y a favor de los desarmados. A esa guerra sólo le faltaban los disparos, y han ido a producirse en el único lugar donde eran gratuitos y al mismo tiempo carísimos. Ahí está Pearl Harbour. Para Sadam Husein, un pretexto más de su agresión megalómana. Para los palestinos, una nueva desesperación a la espera de la indecisa solidaridad del mundo.

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