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Voto individual y secreto

Asisto en la ciudad de México a un encuentro internacional organizado por el Colegio Nacional de Ciencias Políticas, que se ocupa de las transiciones políticas en los países del Este, en América Latina y en México. Me llama poderosamente la atención que se incluya al país anfitrión; atendiendo a la Constitución vigente no cabe la menor duda de que formalmente los Estados Unidos mexicanos son desde 1917 una república democrática y federal y, sin embargo, todo el mundo, incluido el México oficial, considera que todavía se encuentra en transición hacia la democracia y, cómo no, también hacia el federalismo. Resulta tan sorprendente como significativo que un país que reúne los requisitos formales para ser considerado una democracia de pleno derecho reconozca por boca del partido gobernante la distancia que lo separa de una democracia de verdad.Al socialista Ferdinand Lassalle se remonta la diferencia entre la Constitución escrita y la real; desde entonces, una de las tareas básicas de la ciencia política ha consistido en mostrar la distancia que separa la realidad vivida de las normas constitucionales establecidas, así como una buena parte de la actividad política de la izquierda se encauza en el afán de aproximar la realidad política y social a los principios democráticos que se proclaman, hasta el punto que una idea del socialismo que todavía se sostiene lo concibe como un "proceso interminable de democratización". Pues bien, desde la concepción propia del socialismo democrático, todos los regímenes estarían en transición hacia la democracia, en un proceso inacabable de democratización continua y permanente de los más distintos ámbitos sociales e instituciones estatales.

Entre las peculiaridades del régimen político mexicano habría que subrayar la muy especial de reconocer la distancia que separa la realidad de la norma; aunque en todas las democracias establecidas quepa señalar esta diferencia, sólo los mexicanos dejan constancia oficial de ella. El régimen mexicano, formalmente una democracia, se considera, sin embargo, en "transición hacia la democracia", con toda la ambigüedad que conlleva una apelación

a la transición que, tomada en sentido fuerte, puede parecer tan interminable como de hecho lo está siendo en el sentido específicamente mexicano: desde mis tiempos de profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México, a finales de los sesenta, he escuchado un mismo discurso sobre la necesidad de democratizar el régimen, eso sí, dando a este concepto, según la ocasión y el momento, contenidos muy distintos.A la hora de desentrañar los factores que han terminado por consolidar al régimen mexicano en una especie de transición permanente -y soy consciente de la contradicción en los términos que conlleva esta noción- hay que recalcar dos que se refuerzan mutuamente y que no son específicos de México: la ausencia de una tradición democrática, como consecuencia de la falta de una Ilustración emancipadora, común a todo el mundo hispánico, y la debilidad de los partidos políticos que caracteriza a todo país que no haya tenido oportunidad de que surgieran ciudadanos libres. Hay que señalar un tercer factor, éste coyuntural, que ha retrasado siempre la apertura democrática: la aparición periódica de crisis económicas. En tiempos de bonanza no habría por qué hacer demasiadas reformas, ya que el sistema funciona y se cubren, mal que bien, las demandas de un número creciente de la población; en tiempos de penuria se impone la opinión de que hay que superar la crisis antes de abrir la espita democratizadora. Una dirección que desde la cúspide controla al partido gobernante no encuentra nunca ocasión propicia para la renovación democrática: mientras las cosas funcionan, no hay presión suficiente para llevarla adelante; cuando dejan de hacerlo, el riesgo es demasiado grande y los pocos que cuentan llegan pronto al acuerdo de que primero hay que arreglar la economía para luego poder llevar a cabo reformas democráticas.

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Comparar el PSOE con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) puede ser útil si se utiliza, no como una forma de descalificar a ambos partidos, sino tan sólo como ejercicio de comprensión que pone énfasis tanto en las diferencias obvias como en los muchos puntos de contacto. Salvando las diferencias que convenga, llama la atención la misma prioridad puesta en un rápido desarrollo económico -México, en competencia con Estados Unidos; España, con los países pilotos de la Europa comunitaria junto con las formas de centralismo burocrático que provienen de una misma carencia de tradición cívica modernizadora, así como del papel predominante que todavía desempeña el Estado en la modernización de ambos países. Resulta aleccionador comparar actitudes y comportamientos, así como las justificaciones a las que apela la clase política hegemónica de ambos países. Cierto que diferencias considerables en el grado de desarrollo socío-cultural, así como el monto de burocratización y corrupción que ha supuesto más de medio siglo de permanencia ininterrumpida en el poder, permiten tan sólo poner en parangón algunas tendencias burocráticas básicas que también empiezan a cuestionarse seriamente en el interior del PSOE.

El que en la circunstancia española sea altamente improbable que pueda llegarse a los extremos mexicanos, no implica que la experiencia de ultramar haya que echarla en saco roto. Me parece grave, a la vez que de suyo elocuente, que hayan pasado inadvertidas algunas de las medidas democratizadoras que se han tomado en la XIV Asamblea Nacional del PRI, celebrada a comienzos de septiembre. Punto de partida es que el discurso democratizador de la sociedad y del Estado pierde toda credibilidad si no empieza por la democratización real de los partidos que se proclaman artífices y protagonistas de este proceso. Entre las contradicciones que ha logrado reunir el llamado Programa 2000 no es la menor que, por un lado, identifique el socialismo con la democracia, "socialismo es democracia", y en consecuencia se proponga en abstracto formas de democratización del Estado y la sociedad y, por otro, no se mencionen siquiera las reformas más urgentes de nuestro sistema electoral que eviten una corrección abusiva del sistema proporcional, hasta el punto de que con el 40% de los votos se pueda conseguir la mayoría absoluta, la desigualdad lacerante del número de votos que se necesita en una provincia o en otra para sacar un diputado, con lo que se prima a las hectáreas sobre los habitantes, la población rural sobre la urbana, las zonas menos desarrolladas sobre las más modernas y dinámicas, o las listas cerradas y bloqueadas, que cercenan la libertad del elector tanto como la del elegido. Hay una perversión burocrática, consistente en suprimir la participación democrática, apelando a la democracia, que es común tanto al llamado socialismo real como a la familia revolucionaría mexicana, que encontramos por doquier...

Si el lector curioso se tomase la molestia de leer la ponencia marco de organización, presentada al 322 Congreso del PSOE, y la compara con las directrices aprobadas en la última asamblea nacional para confeccionar los nuevos Estatutos del PRI, llegaría a la conclusión de que no estaría nada mal que el PSOE se vaya pareciendo más al PRI. Mientras que en la ponencia del PSOE no se hace una sola propuesta de democratización interna, reduciendo su contenido a algunas consideraciones generales que, sin modificar lo más mínimo la actual estructura de poder, tratan tan sólo de mejorar la eficacia de la organización con el fin de aumentar el número de afiliados y de conseguir una mayor presencia social, es decir, con el único objetivo de acumular más poder, el PRI al menos declara querer "convertirse en un foro plural, autocrítico, donde se desechen el autoritarismo, la política burocrática, los dogmatismos, la prepotencia y la arbitrariedad". Tras larga experiencia en la concentración burocrática del poder, se marca como meta ampliar la representatividad de los órganos de gobierno, así como una mayor descentralización de las decisiones políticas.

Algunas propuestas concretas merecen tomarse en consideración: se reconoce "el derecho de expresarse en corrientes internas de opinión para promover el debate y estimular la pluralidad"; se reforma el consejo nacional, especie de comité federal, con el fin de convertirlo en un "órgano amplio de dirección política plural y colegiada" que va a contar con ocho comisiones permanentes que se reunirán una vez al mes, así como el pleno del consejo cada dos meses; se amplían las funciones del comité político nacional, a la vez que se reducen las del comité ejecutivo nacional, especie de comisión ejecutiva, así como se achica su tamaño a nueve miembros, un presidente, que representa al partido, y ocho secretarios ejecutivos; se derogan los mecanismos de control sobre las organizaciones locales, regionales y estatales; se democratizan los sistemas de elección de los candidatos a cargos públicos, que han de contar al menos con un 20% de los votos de los militantes; en fin, la norma que me parece de mayor alcance consiste en adoptar "como sistema general para expresar la voluntad política y electoral en los procesos internos el voto personal, directo y secreto, con escrutinio público y abierto".

Habría que recordar las luchas pasadas del movimiento obrero para conquistar el voto secreto y qué repercusiones ha tenido en los resultados electorales el haberlo conseguido, para gritar a la cara de aquellos que se atreven a calificar de democráticos a aquellos partidos en los que todavía votan sólo los cabezas de delegación a mano alzada, como si el resto de los delegados no hubieran podido acudir por no poder abandonar el trabajo o no haberse podido pagar el viático. Conseguir el voto individual y secreto ha sido la piedra angular de la reforma mexicana; algún día llegará a ser la del PSOE. Pero mientras que en los congresos no se haya establecido el voto individual y secreto habrá que bajar la cabeza con bochorno cada vez que alguien mencione eso de que el socialismo es democracia.

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de .

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