Un difícil viaje
LA SÉPTIMA visita de Juan Pablo II al continente africano le lleva en esta ocasión a detenerse en algunas de las regiones más deprimidas del mundo: Tanzania, Ruanda y Burundi. Pocas novedades son posibles en un periplo que se antoja simple calco de los seis que le precedieron. Sólo que ahora su usual mensaje de esperanza incluye una inusitadamente severa condena de las élites africanas. Éstas, en efecto, con su ansia de poder y de riqueza y con su corrupción, han condenado al peor infradesarrollo a las sociedades a las que dirigen desde el fin del colonialismo. Es lógico que el Papa las fustigue.Tiene, sin embargo, el Pontífice una más que compleja tarea doctrinal cuando se dirige a sociedades, en su inmensa mayoría tribales, que rigen sus conductas por cánones radicalmente diferentes a los de Occidente y por filosofías religiosas que nada tienen que ver con la estructura de las creencias judeo-cristianas. Como ocurre frecuentemente en las sociedades de reciente evangelización, el cristianismo constituye simplemente un código añadido, superpuesto a las tradiciones seculares. Y entonces se entremezclan dogmas monoteístas con prácticas panteístas ancestrales.
En ese contexto, decir -por ejemplo- a los tanzanios que el uso de preservativos es moralmente condenable, y que el problema de cinco millones de africanos que padecen el sida se resolvería con la abstinencia y la práctica de la castidad bien entendida en el seno de la institución matrimonial monogámica, parece, como mínimo, poco realista. Por el contrario, una forma de aproximación razonable a la solución de los problemas sociales -en los que, en África, las cuestiones religiosas desempeñan un papel primordial- es la búsqueda de áreas de entendimiento intraconfesional. Por esta razón constituye un esfuerzo meritorio la oferta de colaboración hecha por el Papa a la comunidad musulmana, mayoritaria en Tanzania, para buscar métodos de cooperación en la mejora de las condiciones de vida. Ése parecería el camino más sensato de aliviar una existencia sin esperanza.
Al final del viaje, Juan Pablo II se detendrá en Costa de Marfil para consagrar la catedral de Yamasukro, una basílica gigantesca edificada en medio de la selva que es fruto de los delirios del senil presidente Houphouet, empeñado en emular al Renacimiento. Sorprende que el Papa fustigue un día la corrupción de los gobernantes africanos y luego acceda a consagrar un monumento debido a la locura de uno de ellos, por mucho que la basílica resultante sea la más grande del mundo. De ello se ha hecho eco un significativo sector del clero del país, que considera que Juan Pablo II "no ha venido a ver al pueblo, sino la basílica".
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