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La fragilidad de la primera potencia

Como se puede comprobar estos días, entre las diversas reacciones a la crisis kuwaití de los medios informativos y de los analistas políticos norteamericanos, una de las más importantes ha sido un sentimiento de satisfacción ante la rápida demostración de fuerza en el otro extremo del mundo. Después de todos los discursos sobre el declive de EE UU, una vez más se puso en evidencia que sólo Norteamérica tenía capacidad para enviar importantes fuerzas militares a Arabia Saudí con el fin de evitar más agresiones iraquíes y preservar el orden internacional. En comparación, Japón y Alemania, consideradas como las nuevas superpotencias económicas, fracasaron en la prueba de fuego; la Comunidad Europea demostró una vez más la debilidad de no ser un Estado unitario; una Unión Soviética agotada desempeñó un papel marginal.Estados Unidos era aún el número uno, el actor que dominaba la escena mundial. Lejos de hacer alarde de una expansión imperialista, demostró de manera fehaciente su poder casi imperialista. La única preocupación subsistente era si su propia opinión pública quería apoyar un conflicto que podía ser largo y sangriento. Tales sentimientos de satisfacción ante el despliegue del poder norteamericano pueden, naturalmente, desvanecerse si la guerra resulta costosa o se estanca. Sin embargo, toda la atención centrada en las posibilidades militares de EE UU y en la fuerza de voluntad nacional tal vez oculte en lugar de aclarar la verdadera situación de EE UU en los asuntos mundiales. Esa ocultación proviene en gran parte del entusiasmo de los medios informativos ante la demostración del poderío militar que nos hace olvidar lo que es de capital importancia: el alcance no militar del poderío nacional. Si permitimos que esto sea así, estaremos repitiendo la ceguera nacional de muchas grandes potencias del pasado empeñadas en operaciones militares, en el extranjero, a gran escala.

Consideramos por ejemplo la decisión de España en 1634 de enviar un poderoso ejército a Alemania para unirse a los Habsburgos austríacos, sus sitiados primos, durante la Guerra de los Treinta Años. Su infantería y sus generales eran de primera categoría, su despliegue. (desde España vía Milán, los Alpes, el Alto Rin), rápido y profesional, sus tropas se desplazaron hacia el frente de batalla desde una amplia serie de bases y posesiones españolas. Ninguna otra nación europea de la época pudo igualar tal demostración de fuerza: claramente España aún era militarmente la número uno. No obstante, era un país que en el alcance no militar del poder empezaba a hundirse peligrosamente: deudas enormes, industrias ineficaces, dependencia de fábricas extranjeras, derechos adquiridos que la debilitaban en lugar de fortalecerla. Naturalmente, se prestaba poca atención a esos temas ante la excitación de contemplar a los relucientes batallones del ejército del cardenal y los infantes avanzaban por Renania. En la década de 1640, sin embargo, la suspensión del pago de intereses y las declaraciones de bancarrota por parte de los reyes españoles demostraron completamente el declive del poderío de España.

Consideremos tembién la grandiosa demostración de fuerza que hicieron los brítánicos en 1899-1900, cuando se vieron involucrados en un amargo conflicto contra el Transvaal, a más de 9.000 kilómetros de su país. Antes de ganar esa guerra, en 1902, los británicos habían desplegado más de 300.000 soldados venidos de todas partes del mundo: de la India, Oriente Próxim, o, Australia, Canadá y del propio Reino Unido. La Armada Real controlaba las rutas marítimas. Las comunicaciones por cable británicas tenían el monopolio mundial. Ninguna otra gran potencia contemporánea podía igualar su posición en el mundo. Los últimos victorianos pesimistas estaban equivocados: el país aún seguía siendo el número uno. Con el aumento del patriotismo británico era fácil olvidar la otra parte de la historia: el inadecuado sistema educativo, la escasa inversión, la creciente incompetencia de la industria, el enorme déficit comercial. No obstante, serían esas debilidades, y no las derrotas militares en el campo de batalla, las que un día provocarían el derrumbe del poder británico.

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¿Puede EE UU sacar una lección de estas experiencias?

Muchos críticos se apresurarán a decir, sin lugar a dudas, que la Norteamérica de 1990 no se parece a la España de 1634, o al Reino Unido de 1900. (Y tendrán razón: nunca en la historia dos países han sido iguales.) Pero de esta manera se elude el punto básico: ser el número uno generación tras generación no sólo requiere capacidad militar, o voluntad nacional, sino también una próspera y eficaz base económica sobre la cual se apoya, en el fondo, el poderío militar de la nación. Ésta es entonces la mayor ironía de la audaz decisión del presidente Bush de demostrar el poderío de las fuerzas norteamericanas en Arabia Saudí. La causa puede ser legítima (al igual que españoles y británicos creían que sus causas eran legítimas). Los despliegues pueden ser impresionantes, y la confrontación armada -si se llega a ese extremo- también puede poner de manifiesto la eficacia y resolución de las fuerzas norteamericanas.

Pero todo esto sólo apartará la atención, las energías y los recursos nacionales de un enfrentamiento con los signos de la creciente debilidad que presenta EE UU en el campo fiscal, tecnológico y educativo. El presidente Bush, al igual que Felipe IV de España, prefiere desempeñar el papel de comandante en jefe a estar regateando por déficit presupuestarios. Gran parte de los medios informativos norte am ericano s reflejan esta tendencia. La noticia más importante de las últimas semanas no se produjo en Kannebunkport, Maine o Bagdad, sino en un artículo aparecido en las páginas interiores de The Walt Street Journal (21 de agosto de 1990). Allí se informaba que el año próximo el déficit

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presupuestario será, con toda seguridad, el mayor en toda la historia norteamericana: entre 250.000 y 300.000 millones de dólares.

El coste del despliegue militar (que algunos estiman que se acercará a los 1.500 millones de dólares antes de octubre, aun en el caso de que no se dispare ningún tiro), la probabilidad de que se hagan pequeños (o ningún) cortes en todos los gastos de defensa, la imposibilidad de gravar la gasolina, un ritmo más lento de la economía y el consiguiente descenso en los ingresos debilitarían la situación fiscal de EE UU. En consecuencia, concluía el artículo, los cortes autorizados por la ley presupuestaria Gramm- Rudman tal vez sean anulados por ley a finales de año. ¿Puede sorprender que la cotización del dólar se tambalee, los mercados de valores desciendan y se oigan voces para que los países superricos, Japón y Alemania, ayuden a pagar el coste cada vez más elevado de la demostración de fuerza de EE UU.

La nación norteamericana puede salir de esta situación en breve plazo, sin enfirentarniento armado grave y sin pagar un alto coste. Pero también puede verse arrastrada en una larga y costosa estancia en el mundo árabe que (sea cual sea el resultado militar y el estado de humor del pueblo) empeorará con toda seguridad su situación fiscal y la hará depender cada vez más del capital extranjero, tal como sucedió con el Reino Unido cuando pennaneció al este de Edén mucho tiempo, hasta la crisis de Suez. Sólo por esta razón puede ser algo prematuro alejar a Tokio y Bonn y dejarlos al margen de los asuntos mundiales.

La expansión imperialista, en el verdadero sentido del término, se ha producido pocas veces porque una gran potencia tenía poco poderío militar; por el contrario, era probable que dispusiera de un gran número de efectivos que a veces desplegaba lejos del país. El verdadero problema, parece, no era la capacidad para realizar una demostración de fuerza, por parte del último número uno, sino su fracaso en reconocer que a largo plazo la riqueza, la. salud y el poderío de la nación dependen del alcance no militar del poder de la nación y de tomar decisiones políticas difíciles, en el frente interno. Tal vez de manera nada sorprendente, los emperadores, reyes, primeros ministros y presidentes de las grandes potencias conductoras; siempre prefirieron el vertiginoso mundo de la diplomacia, la guerra y las relaciones internacionales a la poca atractiva esfera de la reforma fiscal, los cambios educativos y la renovación interna. ¿Y por qué no? Pasarán a la historia como líderes de esta o aquella magnífica demostración de la capacidad militar de su país, aún muy grande. Y serán las generaciones futuras las que paguen el verdadero precio de sus preferencias políticas.

Paul Kennedy es profesor de Historia en la Universidad de Yale y autor del libro Auge y caída de las grandes potencias. Copyright 1990. New Perspectives Quarterly. Traducción: C. Scavino.

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