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Yugoslavia, ¿el polvorín de Europa?

Yugoslavia es la gran olvidada de todos los debates que ha generado la revolución democrática en curso en la Europa central y oriental.Sin duda, el presidente de la República Yugoslava no responde al sonoro ritmo de "Gorby, Gorby". Tampoco Yugoslavia está llevando a cabo una unificación política y monetaria entre territorios separados tras el final de la II Guerra Mundial. Además, los trabajadores yugoslavos no han organizado un sindicato independiente del aparato burocrático comunista como Solidaridad, ni tienen un líder carismático que tenga valedores en el Vaticano. Efectivamente, las reformas yugoslavas no son tan poéticamente calificadas como la "revolución de terciopelo" checoslovaca. Y la plaza más popular de Belgrado se llama Terazije -no Tiananmen- y es tan pequeña que no cabría en ella un solo tanque. Finalmente, Yugoslavia no ha estado gobernada por un matrimonio de genocidas al que se haya fusilado en vísperas de Navidad.

Sin embargo, la resolución de los graves problemas económicos, políticos y étnicos que afectan a Yugoslavia tiene tanta importancia para el futuro de la estabilidad de Europa como la de los demás conflictos que amenazan a aquellos países en plena transición del socialismo al capitalismo.

El reto a que Yugoslavia se enfrenta es inmenso y complejo.

Ha de saber dar respuesta adecuada a la grave crisis económica que se inició hace 15 años, a la vez que debe buscar fórmulas e instrumentos políticos nuevos para un régimen en bancarrota y, simultáneamente, ser capaz de armonizar un rompecabezas de minorías étnicas con niveles de cultura y experiencia políticas diferentes.

El año 1974 señaló el final del espejismo económico y social del llamado "socialismo autogestionario" y supuso el comienzo del declinar paulatino de Yugoslavia, que se ha acelerado en la última década. Ya entonces los intentos pioneros iniciados en 1965 de reformar tímidamente la economía yugoslava y exponerla a los mecanismos del mercado habían fracasado por la oposición y el temor de la burocracia comunista a las consecuencias políticas de aquel proceso liberalizador. Además, la Constitución Federal de 1974 trasladó el poder de gestión empresarial desde la dirección de las compañías hacia las llamadas Organizaciones Básicas de Trabajo Asociado, que compartimentalizaron las empresas en células industriales autónomas a las que se otorgó autoridad plena.

Los resultados de aquellas decisiones no se hicieron esperar y el declive de Yugoslavia iniciado a mitad de los setenta cristalizó en la catástrofe económica de finales de los ochenta: en diciembre de 1989 la tasa de inflación anual acumulada llegó al 2.600%, la deuda externa superaba los 30.000 millones de dólares, la economía sumergida, representaba un 40% del producto nacional bruto y, lo que era más dramático, el nivel de vida de los ciudadanos había descendido alarmantemente.

Por otra parte, esta crisis económica coincidió con la desaparición en 1980 del que había sido el elemento central de cohesión y también de coerción en la República Federal. El papel que los partisanos tuvieron durante la II Guerra Mundial en la defensa de la integridad del país frente a los nazis, e incluso a los propios croatas, la ruptura con Stalin en 1948 o la represión en 1971 de las protestas radicales en Croacia encabezada por Tudjman y su movimiento Mas Pokret- dieron a Tito y a la Liga de los Comunistas cierto prestigio y proyectaron bastante temor entre la población. Una vez muerto Tito, la descomposición de los poderes centrales y regionales afloró como un elemento desintegrador del proyecto secular de crear una nación para los eslavos del sur.

Desde entonces, el enfrentamiento étnico se ha convertido en la válvula de escape irracional para una sociedad recorrida por problemas económicos y políticos enormes. Así, durante los últimos años se ha resucitado el enfrentamiento tradicional entre el corazón de la república -la ortodoxa Serbia- y su región noroeste -las católicas Eslovenia y Croacia-, en la que se hace sentir todavía la influencia cultural del imperio Habsburgo. Por si fuera poco, el sur de Yugoslavia -el lugar de nacimiento de la nación serbia: Kosovo- se ha convertido en uno de los focos de la que puede ser la gran pugna político-ideológica del siglo XXI tras el fracaso del comunismo: el enfrentamiento entre los valores laicistas e ilustrados de la civilización judeo-cristiana y las concepciones integristas de un islamismo cada vez más irredentista.

Pese a todos estos problemas, Yugoslavia tiene motivos para afrontar su futuro con optimismo. Por una parte, la reforma económica iniciada en 1989 está empezando a dar sus frutos. La liberalización económica y las medidas estabilizadoras -congelación de salarios, liberalización de precios, convertibilidad del dinar, estímulo para las importaciones y las inversiones extranjeras...- adoptadas en diciembre del año pasado están comenzando a revertir la aguda crisis económica que sufría el país: la inflación se ha mantenido en tasas de aumento mensual de un solo dígito, la balanza comercial se está beneficiando del incremento espectacular de las exportaciones durante el primer trimestre de este año y las reservas de divisas han aumentado unos 2.000 millones de dólares en los últimos seis meses.

Por otra parte, esta sensible mejora en la situación económica ha de dar la calma y la prudencia suficientes como para que se puedan encontrar soluciones políticas armónicas, integradoras y democráticas para el país de los dos alfabetos, las tres religiones, las cuatro lenguas, las cinco naciones y las seis repúblicas. En el horizonte de la resolución de muchos de los problemas de la Yugoslavia actual está la Comunidad Europea. Pero la candidatura yugoslava sólo tendrá visos de credibilidad si se garantizan la recuperación económica, la democracia pluralista y la integración nacional en una nueva Constitución que aparte la amenaza de que los Balcanes puedan ser la caja de los truenos de la Europa de fin de siglo.

es profesor de Historia, de la Fundación José Ortega y Gasset.

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