La melancolía democrática
Quizás hay un punto en que convergen la melancolía democrática del líder con la obligada invención de la historia y es entonces cuando surge el Debate. El Debate, así, con mayúscula, adquiere una condición metafísica, tan etérea como trascendente, por lo que no está al alcance de cualquier humano. Presiento, en lo que a mí respecta, que la providencia me ha dotado de una naturaleza demasiado simple y escatimado luces para poder captar la esencia de tan magno Debate. No puedo ignorar que hay tal Debate, pues todo el mundo habla de él, incluso gente solvente. No sé de qué va la cosa, pero debe ser, si no profunda, sí ancha, a juzgar por los reiterados llamamientos de la gente sensata para que el Debate transcurra dentro de unos límites. Me he empleado con tenacidad en este envite veraniego a la inteligencia, y creo saberlo casi todo sobre los límites del Debate, el continente del Debate, y las formas en que el dichoso Debate debe conducirse. Incluso intuyo por dónde puede y no puede ir, y desde luego a dónde no debe llegar. Pero, ¿cuál es el Debate?Declaraciones como las de Enrique Curiel, lejos de reconfortar, pues es uno más en la nesciencia, inducen al desaliento en la ardua tarea de llegar al meollo de una controversia, desparidad o contraste que al parecer ocupa en estos momentos todo un partido gobernante, es decir, a más de la mitad de los políticos de este país, y desde luego a los más influyentes. Si él, en sala VIP, con las antenas bien puestas, se reconoce incapaz para desvelar las claves del Debate, para explicamos, aunque a tientas sea, lo que ocurre. ahora mismo en el seno del PSOE, ¿qué nos queda a nosotros, el vulgo, el mogollón, la leva, los parroquianos incrédulos o fieles?
Es de agradecer la tenacidad periodística para dar corporeidad a tanto trajín de querubines. En uno de los periódicos que ojeo se han esforzado por ilustrarnos el Debate geográficamente, estableciendo un mapa de corrientes con distinta intensidad de tinta. Así me entero que en el territorio que me es más próximo, mandan los guerristas pero también hay críticos. A falta de otros signos de distinción, y obligado a leer entre líneas, deduzco que los primeros apostaron este verano
por Prince y los otros por Madonna, aunque no sé muy bien dónde situar a la concejala de parques y jardines de mi pueblo, otrora ultraderechista, no ha mucho fraguista, y ahora fervorosamente entregada a la causa de los descamisados. En mi mismo pueblo, y disculpen este descenso al mundo cruel, la foto del alcalde bien pudiera suplir la de todos y cada uno de los miembros del equipo de gobierno. Este mandatario municipal, Francisco Vázquez, de La Coruña, el hombre con más in fluencia en el PSOE gallego, confiesa que las tres figuras históricas que más admira son De Gaulle, Alfonso Guerra y el alcalde franquista Alfonso Molina, no sé si por este orden. Según el gráfico, hay otros espacios, como Cataluña, donde son mayoría los críticos, y otros, gran parte de esta España del noventa, donde son arrasadoramente hegemónicos los guerristas. No se detectan por ningún lado semprunistas ni solchaguistas, lo que no deja de ser curioso pues, a la par que simpáticos, se les entiende más o menos y fueron los armadanzas de la parte más vistosa del anfibológico Debate. ¿Qué es lo que caracteriza a los guerristas, además de gustarles Guerra?, ¿qué es lo .que le gusta a Guerra?, ¿por qué son y contra quién son críticos los críticos? Todos, gracias a Dios, son felipistas.
Si un ecosistema es rico por su variedad, es encomiable el esfuerzo por hacer del PSOE un organismo vivo, después de que se marchitasen las flores silvestres de Izquierda Socialista y de qué se extirpasen plantones exóticos como Damborenea. Pero los propios pronunciamientos con tintura heterodoxa dan la medida de hasta qué punto nos hallarnos ante un colectivo infantilizado, donde se manejan con más temor que prudencia no ya los conceptos, sino también las palabras. Da la impresión, como dicen The Pogues del rock, de que los ochenta, tan positivos para el PIB, fueron desastrosos para la cultura política. Así, el secretario de los jóvenes socialistas, y nada tiene que ver la edad con las entendederas, demanda "aire fresco" como todo programa de renovación, lo que nos invita a ir de la metafísica a la meteorología.
El término partido, decía Voltaire, no es en sí mismo odioso, pero el término facción siempre lo es. Por la época en que irradiaba luces el ilustrado francés, Edmund Burke sentaba las bases de la concepción moderna de un partido democrático al definir este tipo de organización como "un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante una labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular sobre el cual todos están de acuerdo". Para Burke, la generosa ambición de poder del partido se distinguirá fácilmente de la "lucha mezquina e interesada por obtener puestos y emolumentos", características éstas de la facción. Es evidente que la amplia representatividad alcanzada por el PSOE en la sociedad española, sobre todo en el momento estelar de su acceso al poder, se debió a esa habilidad para proyectar una imagen no facciosa y encarnar de alguna forma el interés reformista dela mayoría. La derecha, en sus diversas formas, no ha querido, no ha podido o no ha sabido liberarse de esa condición de facción, y posiblemente su gran oportunidad este fin de siglo se truncó el día en que Miquel Roca perdió el caballo, porque lo que necesitaba no era una refundación, sino una fundación. Ese ritual feudal en el que Manuel Fraga, en benevolente gesto sucesorio, rompe la carta de dimisión sin fecha de Aznar es patético exponente de hasta qué punto el referente, social es la propia clientela, esa sociedad limitada.
El caso Guerra, y otros ejemplos no de ambición sino de "lucha mezquina por obtener puestos y emolumentos", no dejan de crujir como goznes herrumbrosos en un paisaje de otoño porque escenifica públicarnente el desliz del partido, no siempre odioso, hacia la facción, que siempre lo es. Puede ocurrir que el ciudadano hastiado por un comportamiento faccioso pierda su confianza, o, lo que es peor, su esperanza, en el partido, pero difícilmente ese ciudadano otorgará su confianza, no digamos ya su esperanza, a otro sedicente partido que no ha dejado de ser facción. Por eso es posible que tenga razón Curiel cuando asegura una década más de Gobierno PSOE.
Pero hay otra tentación facciosa, aquella que no se manifiesta con pequeñas o grandes mezquindades, sino con la cicatería semántica y,el liliputismo conceptual, hurtando verdades y mentiras de las que tan necesitado está el lenguaje político. Es esa nefasta forma de lanzarse mensajes, avisos, reproches o contraseñas utilizando el señuelo del Debate como quien lanza piedras planas en una playa de bote en bote. Puede que los destinatarios estén al tanto y en las mismas filas, pero la piedra finalmente se hunde en la nada. Quizás para algunos tenga mucha importancia que estén o no estén ministros en una ejecutiva o que en ese cesto se ponga una docena más de huevos, pero me temo que es de otra naturaleza la convulsión que un debate necesita para que se hable de cosas y no de tiquismiquis. En La mélancolíe démocratique de Pascal Bruckner, a quien he robado el título para esta osada incursión en la perplejidad, hay un capítulo titulado La politique invisible. Allí dice, entre otras sustanciosas reflexiones para la contemporaneidad, que para que el antagonismo sea fructífero, los desacuerdos deben tener una verdadera consistencia. Que santa Lucía nos conserve la vista, por ver, si algo se deja ver, en este Debate invisible.
es escritor y periodista.
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