La interminable ciudad gallega
Una interminable ciudad se extiende durante el verano por el laberinto de la costa gallega. Desde las últimas aguas del Cantábrico, en los confines con Asturias, hasta, la desembocadura del río Miño, donde Galicia y Portugal se miran de frente sin llegar nunca a reconocerse, decenas de pueblos acaban desvaneciéndose entre la intensidad de un constante tráfico de gente. Ya nadie es capaz de precisar dónde está porque se sube y se baja sin control, de arenal en arenal, de tasca en tasca. Del percebe del Norte se pasa en pocas horas al vino blanco del Sur, de las olas del fin del mundo a la engañosa mansedumbre del mar de las Rías Bajas. Son dos meses al año en los que Galicia, entre cumbias y rock and roll, sueña con que aquí también existe costa oeste.Los habitantes de esta ciudad saben que realmente nunca ha existido, pero han sido ellos mismos los arquitectos que edificaron el engaño. No podía ocurrir de otro modo en una tierra en la que el verano es necesariamente una irrealidad. Mientras, los recién llegados bastante tienen con intentar mantener la calma en medio de su ciego delirio gastronómico.
Barrios altos
Como todas, verdaderas o imaginadas, esta urbe tiene barrios distintos. El más pequeño es el aristocrático, con centro en A Toxa, la isla balneario de la ría de Arousa, a la que todos los 2 de agosto a las doce del mediodía llega la anciana señora que desde 1968 se hospeda en la misma habitación, durante años compartida con su fallecido y acaudalado esposo. Por las noches, sentada en su silla de ruedas, se gastará media fortuna en el casino. Aristocráticos también son algunos asiduos de Baiona, unos kilómetros al sur de Vigo, puerto de yates, escenario de algunas incursiones reales y lugar frecuentado por jóvenes y deportivos empresarios.Los profesionales liberales y lo más emergente de la clase media hace ya tiempo que se han apoderado de Sarixenxo, la Marbella gallega, como la denominan con orgullo algunos avispados hoteleros. Este pequeño pueblo de la ría de Pontevedra es quizá el principal centro turístico de la costa gallega y un paraíso nocturno para muchachas casi adolescentes y jóvenes al borde de la treintena que lucen musculatura y automóvil. En los últimos años se ha convertido en la zona preferida por los políticos gallegos para su veraneo.
El resto, es decir, casi todo, son barrios igual de bulliciosos y en ocasiones bastante más enloquecidos. Pueblos donde madrileños y castellanos se hospedan en casas particulares con habitación y derecho a cocina o se reparten entre tres familias un piso amueblado. Éstos no son turistas, son veraneantes, y algunos mantienen fielmente desde hace años una tradición heredada ya de sus padres. Las relaciones con la gente del lugar no siempre son fáciles y -los guiris se llaman en algunas zonas de las Rías Bajas jodechinchos-, pero el tiempo hace compartir muchas cosas, partidos de fútbol entre la selección local y la de los veraneantes, borracheras y aventuras sentimentales de 15 días a los 15 años. Además, aunque sólo sea por orgullo, los pueblos marineros siempre apreciarán más al que haya aprendido a distinguir entre un rapp y una raya.
Fuera de la gran ciudad costera, no todos son suburbios. Está Santiago, otro mundo, hecho de piedra que parece repeler el sol. Curiosamente la ciudad gallega que atrae a miles de visitantes extranjeros suele pasar inadvertida para muchos españoles más preocupados por el mar que por la monumentalidad de la capital del apóstol. Son dos mundos que sólo se comunican los días de niebla, cuando la obligada abstinencia de la playa empuja a buscar otras alternativas turísticas. El resto del verano, Compostela es patrimonio de jubilados alemanes, bicicletas centroeuropeas con pegatinas antinucleares y estudiantes norteamericanos de español.
En los suburbios de verdad, olvidados por la fascinación californiana, se recibe una clase distinta de visitantes. Al gunos llegan en avión; tantos, que durante un par de días colapsan el aeropuerto compostelano de Lavacolla con cientos de escenas de emotivos reencuentros. Otros vienen en potentes automóviles, casi siempre con matrículas suizas o alemanas occidentales, que durante varias semanas pondrán a dura prueba en carreteras posiblemente nunca imaginadas por sus diseñadores. Todos procuran no perderse la fiesta del pueblo y no desaprovechar ni uno solo de esos minutos que tanto se anhelan en las frías noches de Colonia o de Nueva Jersey.
Emigrantes ilustres
Los emigrantes que pegan ladrillos en los edificios de media Europa no son los únicos que, regresan en verano. Los que han hecho millones, fama o carrera, gallegos o descendientes de gallegos, también suelen preferir su tierra a otros parajes más exóticos asequibles a gentes de su condición. El propio Julio Iglesias atrae a los paparazzi a Galicia casi todos los veranos durante dos o tres días, normalmente culminados con una mariscada en el Chocolate, famoso restaurante de Vilagarcía de Arousa. Leopoldo Calvo Sotelo no falta un año a Ribadeo; Pío Cabanillas posee un pazo en Cambados -"siempre se vuelve al lugar del crimen", dijo hace algunos años en una entrevista-, y Fraga, mucho antes de entrar en el palacio de Raxoi rodeado de gaiteiros ya acostumbraba a recorrer Galicia a golpe de queimada durante las vacaciones.Como ellos, lo hacía Franco en aquella época en la que pescaba piezas inaccesibles al resto de los humanos y tomaba el sol en la cubierta del Azor. Esos meses de agosto La Coruña vivió sus más esplendorosas fiestas de verano. El Caudillo recibía en la ciudad, transformada en corte durante unas semanas, al rey de Jordania acompañado de una guardia a caballo o al presidente de Liberia. Los Consejos de Ministros en el pazo de Meirás trasladaban a La Coruña hasta a los temidos motoristas. Y todo terminaba con una espectacular cena de gala en el Ayuntamiento, en la que Francisco Franco y su esposa -terror de los anticuarios locales- recibían los parabienes de autoridades civiles, religiosas y militares.
La Coruña, a la que el eslogan publicitario le colocó el sambenito de que en ella "nadie es forastero", no ha vuelto a vivir esos veranos, y maldita la falta que hace. Ahora el Ayuntamiento ha instalado un casino y quiere atraer a los visitantes con grandes estrellas del rock: este año contrató a Prince, y el próximo promete intentarlo con Bruce Springsteen. Sólo que las autoridades municipales no contaban con la respuesta del gran rival vigués, que contraatacó poniendo en escena a Madonna el mismo día que el Príncipe de Minneápolis se desgañitaba 150 kilómetros más al norte. En los pueblos también se derrocha el dinero durante esta época para conseguir que las fiestas locales tengan una orquesta de más renombre que las de los vecinos.
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