Venecia: cortesanas y melancolías
Venecia lleva siglos asentada en el corazón, el espíritu y la conciencia de Occidente. Venecia lo fue todo en el devanar de los siglos. Hasta un imperio sobre las olas; como corresponde a una ciudad y un Estado surgidos de las aguas de una laguna. Sabia y orgullosa, conjugó historia y leyenda para ganar y mantener su poderío. Implacable y aventurera, no respetó nada en la conquista de sus ensueños y objetivos. Consiguiendo ser la gran potencia comercial, una "ciudad mundo", según la calificación de Fernand Braudel. Tuvo al Mediterráneo como ámbito natural de su expansión y sus articulaciones mercantiles; y como con otras tantas cosas, la voluntad arrolladora del general Bonaparte acabó, en 1797, con el declinante poder de la envejecida República.Pero el orgulloso veneciano, ajeno a cualquier resignación, acertó a transformarla en singular y glorioso monumento de la civilización y en reserva de los indeterminados espejismos y nostalgias del fatigado mundo. El romanticismo, paradójicamente, resultó el mejor aliado para la resurrección emocional del desaparecido imperio de curtidos mercaderes. Y es que a Venecia podría aplicársele, con histórica justicia, la celebrada definición del "Estado como obra de arte", acuñada por Jacobo Burckhardt al estudiar las múltiples soberanías que florecieron, resistieron, pelearon o fueron aniquiladas durante el mágico y sorprendente periodo del Renacimiento en Italia.
La victoriosa Señoría resultaba liberal o cruel según se la contemplase. No se preocupó por disimular los castigos inclementes. Eran parte del estilo veneciano. Ahí están, para que el turista sienta el escalofrío truculento, el puente de los Suspiros y las mazmorras de los plomos; en natural convivencia con los desenfrenos y algazaras del carnaval más enaltecido de Europa. Razones de Estado avalan lo uno y lo otro; argumento supremo para las decisiones de los gobernadores de la ciudad imperial; y tan flexible como lo recomendasen las circunstancias. Consideraciones que todavía aseguran en Venecia la posibilidad de que cada mañana traiga un motivo de admiración, siempre que el ánimo ande curado de sorpresas.
Los venecianos de hoy saben que la industria de la nostalgia, japoneses incluidos, ha de ser alimentada para que continúe siendo rentable. No basta con seguir evocando las sombras de los personajes que pasearon en góndola por los canales, y dejaron constancia de ello. ¡Las sombras también se disipan entre las nieblas y las lluvias!
Una de las últimas ocurrencias de los explotadores de la memoria ha sido una exposición única, que hay que temer tenga chabacanas imitaciones. El título lo dice todo: "El juego del amor. Las cortesanas de Venecia del Trescientos al Setecientos"; la que para que nada falte ha desplegado pinturas y vestimentas, alhajas y papeles documentales bajo los techos del palacio Vendramin, escenario, entre otros sucedidos, de la muerte del sonoro Ricardo Wagner. ¡Quizás en alguno de los rincones del remozado palacio aún se agazape el eco de los campanillazos con que el músico genial llamaba a Cósima para que recogiera sus suspiros de adiós!
Carlos Diehl escribió que "el lujo de los ciudadanos era uno de los instrumentos políticos de la Señoría". Pedro Aretino, "uno de los mayores deslenguados y chantajistas de los tiempos modernos", a quien sólo Venecia se atrevió a dar cobijo durante los 30 años que precedieron a su muerte, decía de las egregias sacerdotisas del amor que "bajo el velo negro y transparente cree uno ver a los ángeles del cielo".
Los grandes maestros de la pintura veneciana, desde Tiziano y Tintoretto a Tiépolo, retrataron sus encantos y elegancias, la belleza de los rostros y de sus íntimas desnudeces, entregándolos a la inventariada y cautiva posterioridad de los museos, reencarnadas en diosas de los olimpos o en simbolizaciones de la naturaleza y las artes creadoras. A otras, las picantes anécdotas del oficio lograron matricularlas en las imprevisibles competiciones de la historia, ¡o de la leyenda, que lo mismo vale!
Una de ellas, Verónica Franco, tan famosa y seductora que llegó a ser visitada por Enrique III, el último de los Valois, y por el más dominado por la curiosidad y el esnobismo que por la lascivia Miguel de Montaigne, ha conseguido permanecer en las páginas de oro de la crónica veneciana. Y a su lado, aunque con brillos diferentes, los nombres de numerosas compañeras que también derrotaron a los tiempos gracias a una especie de guía del ocio donde figuraban las más escogidas con la dirección y cotización correspondientes. Pero a quienes tengan interés por conocer detalles de tan estimulante muestra les recomiendo que procuren hacerse con un catálogo, que además de utilísimo manantial para cronistas, glosadores y corresponsales, va camino de ser una codiciada pieza para los bibliófilos.
Venecia, propicia Diana cazadora de resplandores y añoranzas, es probable que juzgara no haber llegado hasta hoy la oportunidad de montar la gozosa y picaresca apoteosis de sus reputadas prostitutas, gala y servicio de la aristocrática República. A estas alturas, cuando las meretrices a la intemperie reclaman protección y reconocimientos oficiales, con derecho a la sindicación, Venecia puede sacarse el antifaz de los caducos pudores que, por otra parte, apenas fueron capaces de disimular vicios y desenfrenos.
La conciencia de los ilustres patricios y mercaderes se tranquilizaba castigando los trapicheos de hetairas y celestinas en el interior de los templos. Tenían que reprimir la irreverencia de las engreídas cortesanas, casi todas ellas devotas manifiestas de la Iglesia romana, aunque fuesen a la par utilizadas como cimbeles y reclamos de las voluptuosidades venecianas y los regocijos del carnaval infatigable; o como lujuriosos e insuficientes antídotos de las crecientes expansiones del "amor que no quería decir su nombre". Permisividad, pues, para "el puente de las tetas", la "despechugadura a la veneciana" y demás invitaciones al culto de Venus.
Para un gacetillero veneciano del siglo XVI, Ias mujeres bonitas se han hecho para las diversiones, y las diversiones, para las mujeres bonitas". Una palabra más y el homenaje las exaltará no sólo como expertas samaritanas en el reposo del guerrero, sino del comerciante diligente y del viajero capaz de romper el horizonte, para mayor disgusto de determinadas feministas intransigentes.
A Venecia le aflige la fatiga de los siglos. La laguna la devora; los palacios altaneros, con sus riquezas y memorias, se hunden lentamente en las aguas corrompidas de los canales. Por más que el mundo acuda a su socorro, es el mundo, acarreando toneladas de artilugios y turistas, quien más contribuye al deterioro; y las civilizaciones ven cómo las actividades que emprende semejan voces y gesticulaciones de náufragos o zurcidos en las desgarraduras de las gestas maravillosas.
Pero Venecia siempre fue un poco así; aun en los tiempos de las supremas plenitudes, su belleza se mostraba, con delicadeza y coquetería, entre oros crepusculares y melancólicos. Un estilo propio, que todo lo engrandece: tanto a los míticos espaguetis de Marco Polo como a las argucias de sus aventureros o a las opulencias y travesuras de las acreditadas cortesanas.
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